miércoles, 26 de enero de 2011

Regreso a Valassar

A la retirada del consejero, después de permanecer un tiempo indeterminado escrutando los ojos del mensajero, siguió la de éste en dirección a sus aposentos. Había estado más tiempo del previsto allá arriba, y si Orgïr daba buena cuenta de ello probablemente le acabaría castigando por desobediencia. Eso como mínimo.
En su mente yacían frescas, como pinturas de reciente creación, las imágenes y la conversación que había tenido con aquel hombre. Sus ojos, detalle que no escapó a su mirada, aquella templanza a la hora de dirigirse a él e incluso la crueldad que parecía mostrar a veces a través de sus gestos o palabras.
Bajó las escaleras con sumo cuidado, asegurando de no atraer las miradas de los pocos hombres y mujeres con los que se encontraba. Todos parecían ir en la misma dirección. Siguió de largo hasta llegar a su cuarto, y una vez dentro y a salvo espero pacientemente a que Orgïr llamase a su puerta. ¿Tenía la obligación de hablarle sobre lo de Qasserir? Probablemente no. Alguien como él con tan valiosa información acabaría presentando un problema. Al fin y al cabo, era solo un mensajero. Qué más le iba a dar a su señor si a él le cercenaban la cabeza por hablar más de la cuenta. Mensajeros habría muchos. Tan solo era cuestión de tiempo a que alguien viniese a recoger la carta, si no la enviaban ellos antes con uno de los suyos.
Sea como fuere el caso, tenía que guardar silencio. Esperaría a que Orgïr le comunicase las noticias, eso sí lord Nutius no accedía a informarle personalmente, y se marcharía de allí lo más velozmente posible. Con todo lo que sabía ahora, iba a ganar bastante prestigio, de eso no cabía duda.
Dos golpes secos, casi seguidos el uno del otro, sacaron a Therebald de su ensimismamiento. Éste se sobresaltó. Luego se dirigió a la puerta y la abrió. Era el consejero Orgïr.
—Buenos días, mi lord —Therebald agachó la cabeza levemente en señal de cortesía.
—Mensajero… mi señor Nutius ya ha comunicado su decisión. Lamentablemente esta vez tampoco puede atenderos como es debido. Ruego aceptéis mis disculpas en su nombre.
—No os preocupéis mi lord. Lo comprendo —dijo, tratando de parecer que no le preocupaba lo más mínimo, pero lo cierto es que no era así. Le hubiera gustado ver al lord en persona y poder haber hecho un mejor análisis de la situación en la que se encontraban.
Orgïr sacó de su abrigo una misiva con el sello real de Drârtrael y se la entregó a Therebald. Éste la miró con detenimiento, como si esperara encontrar algo de más en aquel mensaje.
—Debéis marcharos ya —dijo Orgïr.
Therebald asintió sin dudarlo. Ya no tenía nada que hacer allí, o al menos así lo creía el consejero. Recogió sus pertenencias y fue escoltado por su anfitrión hasta la entrada de la fortaleza. Algunas miradas repararon en él por el camino, pero nada que representase algún hecho importante.
Una vez ya fuera, echó a andar hacia la salida de la ciudad para emprender el camino de regreso. En su interior, una parte de él quería quedarse un poco más en la ciudad, investigar algo más, poder obtener cualquier tipo de información complementaria que le ayudara en su informe. Si, definitivamente no iba solo a entregar una carta. Iba a reportar todo lo que había visto y oído. Y lo haría escudándose en aquel misterioso informante, el consejero cuyo nombre desconocía. No haber obtenido la identidad de aquel hombre le iba a representar un pequeño problema a la hora de exponerse, pero ya encontraría alguna solución en Valassar. Si se quedaba allí más tiempo, era probable que alguien se diese cuenta de su presencia y se hiciesen preguntas sobre él y sobre por qué seguía allí. Supuso que la información era demasiado importante como para no hacerlo.
Atravesó el mercado de punta a punta y acto seguido cruzó hasta la calle principal que daba a la entrada de la ciudad. Por delante le esperaban cuatro días a pie. El camino de vuelta, para su fortuna sería mucho más fácil de recorrerlo. Con el visto bueno de los guardias, finalmente abandonó Drârtrael en dirección a Valassar.
Ensimismado en ordenar las ideas para exponerlas ante su señor, no cayó en la cuenta de que no había sido el único en abandonar la ciudad en la misma dirección.

viernes, 21 de enero de 2011

Susurros

La princesa Ïlema llevaba toda la tarde frente a la ventana de su habitación, con la vista perdida en el horizonte.
“Qué habrá realmente al otro lado” pensaba de forma fugaz cada cierto tiempo, sin poder apartar la mirada. Cuando la asaltaban aquellos pensamientos, aguzaba aún más la vista, y escudriñaba con atención el camino del norte.
Todavía recordaba la reunión en el salón del trono, y, cada vez que acudía a su memoria la visión de su padre, presidiendo el concilio, sin siquiera alzar la cabeza para mirar a sus consejeros, sentía cómo la desazón le asediaba. ¿Acaso el soberano de Rhyirgir se había convertido en un pelele, mecido constantemente en las manos de sus súbditos? Sin embargo, aquella pregunta solo servía para inquietarla más todavía. Después de todo, ¿No había sido ella misma la que se había decantado a favor de Lord Rähl?
“Era inevitable” se dijo mentalmente.
A pesar de todo, seguía sin estar del todo convencida de aquella teoría. Ni siquiera sabía hasta qué punto podía confiar en Rähl, pero, en ese caso, ¿Por qué le había otorgado su confianza? La última vez que algo similar había ocurrido, había sido veinte años antes de su propio nacimiento, y su padre era joven por aquel entonces. En aquel momento, no obstante, gran parte de la energía que pudo haber tenido en aquellos días lejanos, se había esfumado con el paso de los años. Y aun así no sabía qué era mejor, si dejarse guiar por un anciano, tan lleno de recuerdos como de remordimientos, o confiar en el joven consejero.
De pronto, el sonido de unos nudillos golpeando su puerta la distrajo. Al volver la vista, se encontró con la indescifrable y negra mirada de Lord Rähl.
— ¿Qué has venido a hacer aquí? —Preguntó con frialdad, mientras examinaba su rostro, desde su lisa melena castaña, que caía sobre sus delgados hombros, hasta sus pálidos y afilados rasgos.
El gesto de Rähl no se alteró ante aquel trato, y sus ojos siguieron clavados en ella, también imperturbables. Aquella actitud hizo que Ïlema volviese la vista hacia la ventana de nuevo, en un intento de escapar de su mirada.
—Solo quería verte —respondió éste, al cabo de unos segundos.
—Pues ya lo has hecho —dijo ella a su vez, de forma tajante.
Sin embargo, en lugar de irse, el joven consejero entró en la habitación, cerrando la puerta tras él. Ella no le vio hacerlo, pero notó perfectamente cómo se situaba tras ella, a apenas unos centímetros. Notó su respiración en la coronilla, y sobre la piel de su hombro. Notó su olor, suave y a la vez penetrante. Y notó sus dedos, acariciando lentamente su brazo izquierdo, haciendo que sintiera un intenso escalofrío que trató de disimular en vano.
— ¿Qué has venido a hacer aquí? —Volvió a preguntar, con más debilidad en aquella ocasión.
—Ya te lo he dicho, solo quería verte —respondió la voz de Rähl sobre su oído.
Ïlema, tras un nuevo escalofrío, se recompuso y se giró para darle una respuesta airada, pero, al darse la vuelta, se encontró mirando fijamente el pecho del joven, cubierto por una fina camisa de seda verde.
Lentamente, sus ojos treparon por aquel fino pecho, en dirección a los de Lord Rähl, pero, al llegar a sus finos labios, fue incapaz de subir más. Gradualmente se fueron acercando, hasta acabar fundidos en un largo beso.
“¿Por qué siempre me pasa lo mismo?”

—Tu intervención durante el concilio fue determinante —susurró el joven, mientras acariciaba la rubia y ondulada cabellera de Ïlema.
El cielo ya estaba oscuro, pero Lord Rähl permanecía en la cama, con la cabeza de la princesa apoyada sobre su pecho. Seguían bajo las sábanas, y su ropa seguía esparcida por la habitación. Por suerte, nadie entraba jamás allí sin el permiso de la joven. No quería ni siquiera pensar en lo que pasaría si su padre les descubría en aquella posición.
—Lo sé —respondió Ïlema al fin—. Pero me gustaría saber algo… ¿Cuál es el verdadero motivo del ataque de los hombres de las llanuras?
Durante los breves instantes que tardó en contestar, la joven contuvo el aliento, a la espera de algún dato, como mínimo, ligeramente revelador, pero la respuesta volvió a decepcionarla.
—No lo sé.
— ¿Pero qué opinas? —Insistió, incansable.
—Sabes perfectamente lo que opino —respondió, no sin cierto hastío—. Nadie conoce bien a los hombres de las llanuras. Ha pasado tanto tiempo que todos creen que son unos bárbaros estúpidos que solo saben matar, pero no es así. Si, después de tanto tiempo, han atacado, tiene que ser por una razón importante.
 “Siempre igual” pensó con fastidio, pero se negó a expresarlo en voz alta.
No sabía qué motivos la llevaban a perder el control con él, pero cuando volvía a ser dueña de sí misma, le costaba ignorar las sensaciones que la invadían. Podía llegar a odiarse a sí misma, a sentirse más sucia que nunca, pero, al mismo tiempo, deseaba más. Y aun así, por encima de todo, estaba la frustración de sentirse un juguete en manos del consejero.
Sin embargo, aquel día no se iba a contentar con las esquivas respuestas de su amante.
— ¿Qué sabes de los hombres de las llanuras?
Rähl solía guardar silencio durante unos breves momentos, antes de dar una respuesta, pero, aquella vez, notó perfectamente cómo su respiración se agitaba. Ella, por su parte, clavó la mirada en las blancas sábanas de seda, a la espera de su respuesta.
—No demasiado —dijo finalmente—. Solo lo que he leído.
— ¿Y qué has leído?
La incomodidad del joven era evidente, pero éste no hizo nada por zanjar la conversación.
—Que durante generaciones han habitado los bosques al otro lado de la cordillera Ardiente, y los hombres de las Rocas Nocturnas han sido los encargados de contenerles.
—En ese caso —le interrumpió la princesa—. ¿Cómo han podido fallar esta vez?
—Ha pasado mucho tiempo. Lo más probable es que, de no haber tenido que vigilar todas las noches, se habrían llegado a olvidar de su existencia.
— ¿Y si han estado esperando precisamente a que todo Rhyirgir se olvidase de ellos? ¿Y si ya es demasiado tarde para hacer algo?
Aquellas preguntas iban cargadas de temor, pero, en realidad, eso era lo que Ïlema pretendía exactamente. Siempre había sabido que, si actuaba tal y como se esperaba de ella, si se comportaba como una joven delicada y temerosa, a la espera de que su padre o alguno de sus consejeros la tomara bajo su ala, podía hacer que se mostraran imprudentemente confiados. A pesar de todo, no estaba segura de si sería capaz de engañar a Lord Rähl con aquella actitud.
Sin embargo, la respuesta de éste despejó todas sus dudas.
—En el pasado, los hijos de la Mano nos prestaron su ayuda —la joven tuvo que contener las ganas de decirle que aquello no era ningún secreto, pero aquello podía hacer que los recelos del joven volviesen a aflorar, así que esperó pacientemente—. Los consejeros del rey parecen haberlo olvidado. Y no quisiera parecer demasiado atrevido, pero el rey también parece haberlo hecho. Enviar mensajeros a los reinos de Rhyirgir no va a servir de nada.
— ¿Quieres decir que no aceptarán unirse?
—Quiero decir que, aunque lo hicieran, su ayuda sería en vano —respondió, con cierto ímpetu. Al parecer, saberse en libertad para dar su opinión claramente estaba avivando sus ganas de seguir hablando—. Los hombres de las llanuras tienen un poder que la mayoría desconoce, y quienes lo conocen parecen no tenerlo presente. Sabes perfectamente cuál fue la información que han traído los mensajeros desde las montañas Ardientes.
—El fuego se ha apagado —dijo con voz queda, reproduciendo las palabras del mensajero.
—No solo eso —explicó Rähl—. Estaban matando a todos los supervivientes, no ha quedado una sola casa en pie. Su poder lo ha quemado todo.
— ¿Quemado? —Le interrumpió Ïlema, sorprendida.
De nuevo, con la cabeza apoyada en su pecho, notó cómo se le volvía a cortar la respiración. En su propio ánimo, se le había escapado algo. Algo que ninguno de los mensajeros había dicho durante las reuniones.
—Sí, es así como actúan —se apresuró a contestar, en un susurro—. Se dice que avanzan en plena noche, con sus manos cubiertas por las llamas, y, desde los puestos de vigilancia, los soldados ven cómo una larga fila de llamas se dirige serpenteando hacia ellos.
El hecho de imaginarse una serpiente de fuego avanzando hacia el palacio de Valassar hizo que la princesa tuviese que reprimir un escalofrío de terror. Sin embargo, no tardó en sobreponerse. Había sacado más de lo que esperaba de aquella conversación. Incluso, si los mensajeros volvían a presentarse con malas noticias, podría utilizar lo que había descubierto para ayudar a su padre. Y aunque estaba convencida de que el rey preguntaría de dónde había sacado la información, podría inventarse algo.
Sumergida en aquellos pensamientos, se recostó sobre el pecho del consejero, y, aprovechando que no podía ver su rostro, esbozó una sonrisa.

jueves, 20 de enero de 2011

Encuentro inesperado

Al asomarse el sol por el horizonte, Therebald abrió los ojos. Los rayos del astro se filtraban por la pequeña ventana que había situada cerca de su cama, cegándole por completo. Él apartó sus ojos de ésta y procuro centrarse. Lo primero que hizo fue hacer un rápido pero intenso repaso del día anterior, desde que había llegado hasta que se había ido. Luego, puesto en orden sus ideas, se levantó y se arregló como pudo.
Dudó acerca de si salir de la habitación o permanecer en espera a que le llamasen, pero finalmente la curiosidad y la impaciencia pudieron con él. Ahora con el día, tenía una visión perfecta de todo, así como los demás de él, y dado el encontronazo repentino que había tenido el día anterior con los guardias que le habían golpeado, lo mejor para él era vigilar adónde iba y con quién se topaba, no fuera a ser que se repitiese la misma historia, o incluso algo peor.
Abrió la puerta y salió al pasillo. A primera vista no había nadie por la zona, por lo que decidió echar a andar hacia su izquierda, que resultaba ser el lado opuesto a por donde vino, y ver qué encontraba. Atravesó el pasillo y dio con varias habitaciones, algo de decoración de mal gusto y unas escaleras que, supuso, conectaban con el este de la fortaleza. Nada que llamase su atención.
Decidió subir a los pisos superiores, a sabiendas de que los aposentos de lord Nutius y sus consejeros estarían en alguno de éstos, para echar un vistazo desde las almenas. Así podría contemplar desde arriba como era toda la ciudad. Si bien su información era asegurarse de que la carta le llegase al lord, quiso aprovechar para recabar algo de información sobre la situación en la que se encontraba Drârtrael. Lo mismo le era de ayuda a su señor Merogull, y de ser así, hasta cabía la posibilidad de que éste le considerara para elevarlo a una posición de privilegio por sus incontables trabajos. Así pues, tras ascender tres pisos desde donde estaba y dirigirse a los merlones, se detuvo frente a la puerta del torreón y desde allí oteó la ciudad. Desde arriba, resultaba más grande de lo que parecía en un principio. Para él, que era la primera vez que estaba allí, al menos así lo parecía.
Contempló con curiosidad la disposición de las murallas y de las casas y edificios que ocupaban todo el territorio de la fortaleza, y más allá de estos, los límites físicos que convertían a la ciudad en un sitio casi imposible de atacar. Las montañas escarpadas, y el sendero, el mismo por el que había venido, le convertían en un sitio idóneo para evitar los ataques enemigos.
—Es hermoso, ¿no crees? —La desconocida voz hizo que Therebald se sobresaltase sin remedio.
El mensajero se giró alarmado sobre sí mismo y se topó de frente con alguien que no le resultaba conocido. Un hombre de buen porte, de estatura media y complexión fuerte. Supuso que debía de ser otro de los consejeros, pues alguien con semejantes vestimentas, y armas, debía de formar parte del séquito de lord Nutius. Lo que más le llamó la atención de aquel sujeto, aparte de su imagen, eran sus ojos, cada uno de un color diferente.
—Os he asustado por lo que veo —dijo el consejero—. Disculpadme.
Therebald agachó la cabeza, tratando de disimular su apuro. Al último que esperaba encontrarse allí era a uno de ellos.
—Ruego me perdonéis, mi señor. Quería contemplar la ciudad y…
—Y has venido sin más autorización que tu propio juicio.
Therebald no replicó. No sabía que decir. Sabía que una mala contestación, en una situación como la que se encontraba, podría acarrearle severos problemas. El consejero, por su parte, se colocó junto a él y examinó de soslayo la ciudad.
—Eres el mensajero que ha venido desde Valassar ¿No es cierto?
—Así es, mi señor. Mi nombre es Therebald.
El consejero apartó su mirada de la ciudad y sus ojos se encontraron con los del mensajero.
— ¿Qué sabes del mensaje que has venido a entregar?
—No mucho mi señor. Tan solo sé que es una petición de ayuda formal para combatir contra los hombres de las llanuras.
Therebald tragó saliva. Realmente no sabía demasiado, pero daba la sensación de que aquella respuesta no convencía a la otra persona. Éste le estaba mirando con determinación, como si quisiera ver si estaba mintiendo. Y lo más desconcertante era el hecho de no saber por qué.
—Comprendo —replicó el otro mientras volvía a centrarse en observar la ciudad desde lo alto del lugar.
El sonido del viento tomó el protagonismo entonces. Desde las alturas la ráfaga de aire era apenas notable, pero lo suficiente como para sentir como corría en dirección transversal hacia donde miraban ellos. No obstante, el silencio no duró demasiado. Otra vez, el consejero volvió a hablar.
—Resulta curioso cómo después de tantos años Valassar vuelve a pedir ayuda para combatir. La última vez que acudieron a nosotros ni tu ni yo habíamos existido.
El mensajero no contestó. No quería resultar impertinente, pues había conocido por su cuenta las viejas batallas libradas hace mucho, y sabía de sobra de lo que hablaba.
— ¿Por qué crees que los hombres de las llanuras han atacado de nuevo? 
—No lo sé mi señor. Desconozco las causas que le han movido a atacar, pero pienso que sea lo que sea, ha de ser algo muy importante —tras decir esto, Therebald comprendió la osadía que había tenido al dar su opinión a alguien que podría cortarle la lengua perfectamente por decirle lo que pensaba con libertad en cualquier asunto
—Yo también lo creo así. Es más, me atrevería incluso a decir que sé la causa que les mueve a atacar justo ahora.
El comentario le cogió por sorpresa. Si de verdad el consejero podía tener una idea sobre los motivos que llevaban a los hombres de las llanuras a atacar, podría resultar una información más que valiosa. Bien sabía él que, en Valassar, los intentos por descubrir que había tras los planes de los bandidos eran confusos, sin llegar a resultados claros. Era tan solo un mensajero sí, pero si algo tenía el palacio es que los rumores y las habladurías se expandían como el fuego en un bosque.
—Estamos próximos a una guerra contra Qasserir, reino del norte situado a unos nueve días a pie desde aquí —prosiguió el hombre de lord Nutius—. Todo debido a un intento de asesinato hacia mi señor, el cual ha generado que haya tomado esta decisión. Lo cierto es que nadie se pone de acuerdo en las causas: unos dicen que el ejecutor provenía de allí, y otros en cambio opinan que ha sido un tercero quien intenta llevarnos a ambos reinos a la guerra para poder hacerse así con el control cuando los ejércitos estén debilitados. Yo soy de la opinión de que ha sido Qasserir, pero con la ayuda de alguien más.
Therebald enseguida encajó las piezas. Si Qasserir provocaba una guerra era probable que Drârtrael pidiese ayuda a los reinos vecinos. Y con los hombres de las llanuras atacándoles, estos se verían diezmados, por lo que ambos frentes se verían expuestos a un ataque sin remedio. Lo único que no encajaba era el hecho de que tanto Valassar como Drârtrael podrían contar con la ayuda de los demás reinos así como con los hijos de la mano para poder afrontar semejante problema. A menos claro está, que alguno de estos reinos estuviese implicado.
— ¿Creéis que los hombres de las llanuras y Qasserir están en el mismo bando? —Preguntó, pues la curiosidad pudo con su temor.
—Es probable. Eso explicaría por qué han decidido atacar a la vez de formas diferentes.
— ¿Y los demás reinos?
—Algunos de ellos ya no tienen trato con nosotros debido a la diferencia de opiniones entre Nutius y los demás gobernantes. No es difícil pensar en el hecho de que pudieran mantenerse al margen a cambio de no recibir ningún ataque por parte de fuerzas enemigas, o quizás incluso de que obtuvieran algún beneficio en la guerra.
Therebald dudó sobre si hacerle otra pregunta más, la última y más importante. Era atrevida, pero necesitaba saberlo. Necesitaba entender por qué alguien como él estaba recibiendo información que estaba reservada a los más altos mandatarios. Finalmente, reunió el valor de hacerlo.
—Mi señor, ¿Por qué me contáis todo esto?
El consejero giró la cabeza y sus ojos heterocromos se posaron nuevamente sobre los del mensajero.
            —Porque al margen de la decisión de lord Nutius y de lo que se te entregue, tu señor debe estar prevenido. Si las sospechas resultan ser ciertas, seremos testigos de la mayor guerra que tus ojos verán nunca.

martes, 18 de enero de 2011

A través de las llamas

Incluso durante el día, la oscuridad envolvía las Montañas Ardientes. La luz del sol apenas conseguía filtrarse entre las negras rocas, y una nube de ceniza cubría el cielo tan cerca de ellos que los ojos les lloraban constantemente.
Por las noches, Matrynn y Zybar buscaban aberturas en las rocas en las que poder refugiarse, pues aunque la luz de las piras había dejado de iluminar la cordillera, la columna de fuego había quedado grabada en sus retinas, y cada débil resplandor que surgía en su campo de visión era como un brutal recordatorio para ellos.
Apenas hacía más de unos días desde que los hombres de las llanuras comenzaron a trepar hacia las Rocas Nocturnas, con las manos envueltas en llamas.
— ¡Las catapultas! —Había gritado Matrynn hasta quedar afónico.
Pero sus gritos no sirvieron de nada. La siniestra horda estaba tan cerca que las catapultas apenas lograron otorgarles algo de tregua para prepararse.
— ¡Tenemos que subir con los demás! —Exclamó Zybar—. ¡Tenemos que subir a las puertas!
Al parecer, los demás guardianes habían llegado a la misma conclusión, pues todos ellos se precipitaban en dirección a las escaleras, con sus espadas ya desenfundadas. De inmediato, imitaron a sus compañeros y se encaminaron a toda velocidad hacia las puertas de la ciudad, donde el capitán de la guardia ya había reunido a todos los hombres. Al ver aquella raquítica formación de soldados, supo que no habría nada que hacer. Le bastó mirar a Zybar a la cara para saber que él pensaba lo mismo, pues su rostro se había ensombrecido notablemente.
—Como consigan cruzar las puertas, estamos perdidos —masculló, aunque procuró que no le oyeran los demás.
—La altura nos da ventaja —respondió Zybar—. Perderán al menos cuatro hombres por cada uno de nosotros.
Sin embargo, su voz no transmitía convicción alguna.
Combatieron con desesperación. El capitán de la guardia les colocó en formación frente a las altas puertas de acero de las Rocas Nocturnas, en un intento de taponar la entrada. De aquella forma, los hombres de las llanuras estaban obligados a atacarles de frente. Al principio, consiguieron resistir sus embates, e incluso llegaron a acabar con una avanzadilla, pero todo fue inútil. En cuanto su fuego comenzó a envolver a los primeros guardianes, el combate se convirtió en un caos.
Desmoralizados y aterrorizados por las llamas, varios soldados huyeron en desbandada. Aquella acción rompió las filas definitivamente, y permitió al grueso de hombres de las llanuras tomar el control de la entrada.
Durante unos instantes, Matrynn se preguntó si no debería huir el también. Después de todo, ¿Por qué estaba luchando? ¿Por un puesto de vigilancia al que se encontraría atado hasta la hora de su muerte?
“Estoy luchando por mi hogar”.
Aquel pensamiento le dio fuerzas, y, poseído por un valor que rozaba la temeridad, luchó por avanzar a cuchilladas entre filas de enemigos. Aun así, su avance no duró mucho. Había conseguido matar a varios atacantes cuando un puño cerrado y envuelto en llamas avanzó hacia su cara a toda velocidad. Sintió el abrasador calor a pocos centímetros de su cara, pero, por suerte, las llamas no le envolvieron. Antes de que el fuego le tocara, una mano tiró con fuerza de él hacia atrás, y pocos segundos después se encontró mirando desde el suelo a Zybar.
— ¿Es que estás loco? —Le preguntó mientras le ayudaba a incorporarse.
A su alrededor, todo estaba salpicado de sangre, y un penetrante y nauseabundo olor a carne quemada casi le hizo vomitar.
— ¿Cuántos… cuántos de los nuestros quedan? —Consiguió articular, a la vez que trataba de distinguir a través del humo lo que sucedía a su alrededor.
—La batalla está perdida —respondió su compañero—. Vámonos de aquí.
—Pero nuestras casas…
— ¡Que el fuego las reduzca a polvo, vámonos de aquí!
Finalmente, se dejó guiar por Zybar, y juntos abandonaron el campo de batalla.
Los demás soldados supervivientes también estaban optando por huir, pero todos lo hacían en direcciones distintas. Por su parte, los dos compañeros no sabían muy bien en qué dirección corrían, aunque a Matrynn en realidad no le importaba en absoluto. Lo único que quería era alejarse todo lo posible de aquel hedor.
Corrieron sin parar durante toda la noche, hasta que las llamas no fueron más que lejanos destellos en la roca, y se escondieron tras un enorme saliente.
— ¿Dónde estamos? —Preguntó Matrynn, entre jadeos, tras dejarse caer agotado.
—Hemos… corrido hacia el suroeste —respondió Zybar.
—En ese caso no tardaremos en llegar a la Tela de Araña.
—Genial, podremos llenar los odres y seguir —comentó, mientras le mostraba un pellejo vacío.
Junto a las Rocas Nocturnas, en una de las partes más altas de la cordillera, había un enorme manantial, del cual partían numerosos riachuelos que alimentaban a la montaña y a todos sus habitantes. Aquel entramado acuático era conocido como la Tela de Araña, pues todas sus ramificaciones estaban conectadas entre sí, como si bajo las piedras hubiese un enorme lago de agua dulce. El hecho de pensar en el agua corriendo por su garganta, y aliviando el calor de su rostro, fue como un bálsamo para Matrynn, que se durmió entre imágenes de corrientes cristalinas.
Tanto él como su compañero despertaron de golpe apenas un par de horas después, al oír fuertes golpes retumbar por toda la montaña.
— ¿Qué está pasando? —Preguntó Zybar, con la voz teñida de pánico.
—Están… están arrasando con todo.
Desde donde se encontraban, no podían ver lo que estaba pasando en sus hogares, pero la destrucción estaba tan presente como si estuviese ante sus narices.
“Unos hogares que hemos abandonado”, pensó. En aquel momento se sintió más cobarde de lo que jamás se había sentido. Sin embargo, la voz de su compañero le sacó de su abatimiento.
—Tenemos que seguir.
Tras asentir en silencio, Matrynn echó a andar tras él.
Después de una larga marcha, el estruendo devastador de las Rocas Nocturnas fue sustituido por el ruido del fluir del agua. Aquel sonido hizo patente la sequedad de su boca, y les espoleó en su dirección como si de un canto de sirena se tratase. Pronto, uno de los arroyos de la tupida Tela de Araña apareció ante sus ojos.
—Al fin —dejó escapar a media voz, mientras Zybar caía de rodillas frente al riachuelo.
No tardó en arrodillarse él también y quitarse los guantes, dispuesto a meter las manos en la corriente, aunque aquello supusiera helarse de frío. Sin embargo, un olor penetrante y dulzón le distrajo.
En lugar de sacar su odre y llenarlo, Zybar se precipitó hacia el agua, resuelto a beber directamente del arroyo, pero Matrynn le detuvo.
— ¿Qué pasa…? —Inquirió, aparentemente molesto.
Pero éste, en lugar de contestar, sumergió la punta de un dedo en el agua y, con pulso vacilante, la olió. El resultado de aquel examen, aunque era evidente, le hizo soltar una maldición.
— ¿Qué pasa? —Repitió su compañero.
—Huele a veneno —respondió Matrynn—. Han envenenado la Tela de Araña.
En el rostro de Zybar se dibujó una vez más una expresión de pánico.
Había ocasiones en las que, durante su turno de vigilancia, el viento arrastraba aquel olor desde los bosques de las llanuras. Era algo dulce y fuerte, no se parecía a nada que hubiese en las montañas, y provocaba un lento agarrotamiento que nada tenía que ver con el frío. Los habitantes de más edad de las Rocas Nocturnas lo llamaban “viento de primavera”, una sustancia que los hombres de las llanuras utilizaban para adormecer a sus presas y acabar con ellas. Dependiendo de la que hubiesen vertido en el agua, podía imposibilitarles para continuar con su huida, o incluso inducirles a un sueño del que nunca despertarían.
—Tenemos que seguir sin agua —sentenció.
A medida que el tiempo pasaba, la deshidratación iba haciendo mella en ellos. Por mucho que exprimieran sus odres, era imposible sacar ni una gota de agua, y, con el tiempo, tuvieron que optar por deshacerse de peso. Tiraron sus capas de piel de uro a una gruta, y a punto estuvieron de deshacerse de sus cotas de malla también, pero al final optaron por quedárselas. Si tenían que hacer frente a sus perseguidores durante algún momento de la huída, aguantarían todo lo posible.
Para Matrynn, la falta de agua suponía unos constantes mareos, que dificultaban cada pisada y le hacían avanzar de forma vacilante, pero Zybar era el más perjudicado. Cada traspiés le llevaba a una aparatosa caída de la que le costaba horrores levantarse, y los turnos de vigilancia se convirtieron en una tarea imposible de realizar para él, por lo que optaron por descansar lo menos posible.
Cuando amaneció el cuarto día, después de haber caminado toda la noche, el enjuto vigilante cayó al suelo, inerte.
— ¡Zybar! —Exclamó Matrynn, mientras se arrodillaba a su lado.
—No puedo más —respondió de forma lastimera a través de sus labios rajados.
—Tenemos que seguir, ¿O es que quieres arder como los otros?
Recordarle el fuego pareció insuflarle algo de ánimo. Trató de levantarse con tantas fuerzas como le quedaban, pero fue en vano. No tardó en desplomarse de nuevo.
—Vamos Zybar —trató de animarle, y, aunque sus fuerzas también flaqueaban, añadió—. Te ayudaré a seguir.
Tras pasarse su brazo por encima de los hombros, tiró hacia arriba y logró que su compañero se incorporase.
—Venga… no puede quedar mucho.
Pero no tardó en darse cuenta de que hubiera sido mucho más fácil cargar con él que ayudarle a seguir. Zybar era completamente incapaz de poner un pie delante del otro más de dos veces seguidas sin tropezar, y pronto el peso de su cuerpo comenzó a tirar de Matrynn hacia abajo.
—Haz… un… esfuerzo… —jadeó, tras detenerse para respirar.
—No puedo —musitó Zybar.
Avanzaron así durante un largo trecho, en el que tropezaron en innumerables ocasiones. “Es imposible” se dijo a sí mismo, “si seguimos así, antes de que llegue la noche nuestras fuerzas nos habrán abandonado por completo”.
Sin embargo, al fin, tuvieron un golpe de suerte.
— ¡Mira, Zybar! —Exclamó, mientras agitaba el brazo de su compañero—. ¡Allí hay un pueblo!
A apenas unos metros de distancia, había un grupo de casas hechas con la misma piedra negra que formaba aquellas montañas.
Los últimos metros fueron los más largos del viaje, pero, por fortuna, los pies de su compañero comenzaron a responder, y pronto estuvieron rodeados de casas.
— ¿Qué pueblo es este? —Preguntó Zybar, con debilidad.
—Yo diría que se trata de la Forja… aquí hicieron nuestras armas.
“Para lo que nos han servido” pensó con rencor.
De una forma bastante precaria, Zybar se apartó de él y echó a andar trabajosamente, mientras paseaba la mirada por todo el pueblo. Animado por la idea de su compañero, Matrynn hizo lo mismo, pero no tardó en comprender el grave problema al que se enfrentaban.
—Este pueblo está vacío —señaló su amigo, con todo el peso de su cuerpo apoyado en una de las casas.
—Deben haberse ido al apagarse las antorchas… pero...
Echó a correr en dirección a una puerta y se dejó caer sobre ella. Cedió como si no estuviese sujeta a la pared.
Tras reincorporarse, echó un vistazo a la casa. Constaba de una sola estancia, con una mesa, unas cuantas sillas y una despensa. Al ver este último mueble, dio dos largas zancadas para situarse frente a ella y la abrió. Cuando vio su interior, un suspiro de alivio escapó de sus labios.
— ¡Zybar! ¡He encontrado agua! —Gritó, mientras sacaba el cubo de la despensa y lo colocaba sobre la mesa.
Tras saborearla, descubrió que estaba caliente y algo estancada, pero aún podía beberse.
Mientras Zybar acudía junto a él, decidió que, al menos aquella noche, podrían descansar.

lunes, 17 de enero de 2011

Asamblea en Drârtrael

Cuatro largas noches tardó en llegar el mensajero desde Valassar hasta la ciudad vecina de Drârtrael. Fueron largas, con el frío calándose entre sus huesos, pero consiguió resistir y alcanzar finalmente la entrada. Debido a la dificultad del terreno, pues para acceder a su interior había que ascender por lo alto de una colina, sus fuerzas en el momento que dio a parar con los guardas apostados en la puerta, eran mínimas.
Aún así, con esfuerzo, consiguió mantenerse lo suficientemente firme como para pedir una audiencia. En este caso, el señor del castillo no atendía personalmente sus asuntos, salvo que se tratara de algo gravísimo. Y para éste, según lo que contaban las malas lenguas, los asuntos trascendentes solo eran todos los que le afectaban a él o a la ciudad de manera directa. Así pues, las esperanzas de verse cara a cara con Nutius, que era así como se llamaba, eran poco menos que mínimas. No obstante, siempre estaba la posibilidad de hablar con su hombre de más confianza, Ogïr, que según decían, eran quien se encargaba de los asuntos que su señor consideraba irrelevantes.
El mensajero dirigió unas palabras a los guardias en la que les expresaba el motivo de su llegada. Éstos, tras mirarse entre ellos de forma burlona, le dejaron pasar sin darle más importancia que la que solían dar a los charlatanes que deambulaban de un lugar a otro.
Una vez dentro de la ciudad, y pese a tener bastante hambre, fue directamente a donde se situaba el castillo. Los días le habían hecho mella, pero en la situación en la que estaban, no podía permitirse retrasarse más del tiempo del necesario. El futuro de la ciudad, y sobre todo su cabeza, dependían de ello. Atravesó varias calles hasta dar con el mercado principal, lo atravesó de extremo a extremo, olfateando sus variados pero no obstante dulces aromas, y luego giró a la derecha hasta encaminarse en la calle principal que le conduciría hasta la entrada de la fortaleza.
Mientras tanto, en la sala de reuniones de ésta, Nutius se encontraba manteniendo una discusión acalorada con varios de sus hombres. Entre ellos estaba el propio Orgïr.
—Un traidor entre nosotros, ¡Lo que me faltaba! —Gritó el lord, mientras asestaba un golpe a la copa de vino que había depositado momentos antes en la mesa, y la cual ahora rodaba por el suelo, seguido de las gotas de vino que se repartían de forma desigual.
—Mi señor —Habló uno de los hombres, quien se mostraba de pie frente a Nutius. Sus facciones eran propias de un viejo guerrero curtido en mil batallas. Su semblante, serio y frío como una roca—. Ahora que las acciones de Qasserir han ido más allá de una simple amenaza, es nuestro turno de demostrarles que nadie osa atacar a Drârtrael sin pagarlo con su vida.
— ¿Hablas en serio? —Respondió un segundo con un tono descorazonado. Y, al ver que el otro asentía añadió—. ¿Cómo podemos estar tan seguros de que han sido ellos y no alguien que nos quiere tender una trampa y provocar una guerra?
—Dadas las circunstancias —Interrumpió Orgïr - hay que barajar cualquier posibilidad, pero sin precipitarnos. Tu idea me parece apresurada Fraurka.
—Coincido con Orgïr —Habló el cuarto hombre, quien hasta entonces había permanecido en el más absoluto silencio—. Y también con Jharess. No sabemos quién ha sido ni con qué fin, así que lanzar un ataque ahora sin estar seguros es una temeridad.
—No obstante —Dijo Fraurka, mirando directamente a su señor—. El tiempo pasa, y si nos quedamos de brazos cruzados estoy seguro de que pronto irá a peor.
— ¡Silencio! —Cortó bruscamente Nutius.
El señor del castillo se echó la mano a su sien y se la frotó, permaneciendo en su silla con gestos propios de alguien que está enfurecido, pero sin agregar una palabra más a lo dicho. El cuarto entonces se lleno de un silencio sepulcral que tan solo resulto inquieto para Jharess, quien se mostraba preocupado por las posibles decisiones que iban a salir de la reunión. Después de un rato, más de lo que creyó necesario el consejero, Nutius finalmente habló.
—He tomado una decisión —Los ojos de los presentes se posaron sobre él de inmediato—. En dos días atacaremos Qasserir. Hasta entonces, tenéis tiempo suficiente para darme alguna razón que me haga cambiar de opinión. Ahora marchaos, quiero estar solo y meditar sobre lo aquí dicho.
Así lo hicieron los cuatro hombres, y uno a uno, abandonaron al lugar, hasta que la soledad fue su única compañera.

El mensajero finalmente llegó hasta la entrada del castillo, y como era de esperar, se topó con más guardias. Éstos, a diferencia de los anteriores, no le quitaban el ojo de encima.
—Identifícate —Habló uno de ellos con una brusquedad propia de un bárbaro.
—Soy Therebald, mensajero de Valassar. He venido por orden de mi señor Merogull para entregarle un mensaje a lord Nutius.
— ¿Y qué se le ha perdido a tu rey por estas tierras? —Preguntó el otro, sin disminuir el ofensivo tono de sus palabras.
—Ese asunto, sin ánimo de resultar pretencioso, no concierne nada más que a vuestro señor.
Los soldados, al oír esto, reaccionaron bruscamente y propinaron varios golpes a Therebald, quien cayó al suelo sin oponer resistencia. Al cansancio del viaje, ahora se le sumaba la hostilidad de las personas que se suponía que iban a ser sus aliados. El mensajero no consiguió levantarse de donde se quedó, pues en aquel estado poco podía hacer. Sintió como los escupitajos impactaban en su cara mientras las risas de los dos hombres rompían el hermoso canto de los pájaros, situados en los árboles que se repartían por el camino que había andado. Empero, la improvisada fiesta apenas duró.
Alguien se acercó a ellos desde el interior del castillo, o al menos eso es lo que le pareció a Therebald, y habló de forma tajante.
—Idiotas. Es un mensajero de Valassar.
—Mi señor, os pedimos disculpas pero...
—Silencio —Espetó el hombre—. Debería cortaros las manos por tratar así a un hombre que viene de tan lejos. Vamos, no os quedéis parados y levantadle.
Los soldados no protestaron. Levantaron de forma apurada al hombre y le pusieron de manera que quedara frente a la voz que había estado hablando. Ésta se correspondía a un hombre entrado en años, aunque no demasiado. El pelo no le caía por los hombros, pero aún conservaba el suficiente como para poder peinárselo. Era lacio, cano y se situaba en lo alto de una cabeza prominente. Tenía un rostro marcado por las cicatrices, de ojos oscuros y mirada pasiva. Su cuerpo era de complexión fuerte, protegido por una armadura negra, la cual apenas brillaba a causa del débil sol que bañaba con sus rayos todo el lugar.
El hombre de pelo cano pasó un pañuelo sobre la cara de Therebald y le limpió de las inmundicias que habían dejado los soldados. Éstos ni se atrevieron a hablar, pues sabía que podían colgarles por semejante cosa.
— ¿A qué has venido, mensajero?
—He... —Therebald tosió y volvió a empezar—. He venido desde Valassar para hablar con lord Nutius. He de entregarle... un mensaje importante.
—Me temo que eso va a ser imposible, pues él ha dado orden expresa de estar solo, y en estos momentos está indispuesto para atender cualquier clase de asuntos. Sin embargo, yo os atenderé en su lugar. Mi nombre es Orgïr.
El mensajero consiguió mantenerse en equilibrio por su cuenta y se inclinó levemente para saludar a quien tenía delante. Orgïr, además de ser consejero, llevaba la sangre de los nobles corriendo por sus venas.
—Venid conmigo.
Therebald siguió a su anfitrión a través del interior del castillo hasta llegar a la sala de audiencias, la cual se encontraba vacía. Se sentó tras recibir la aprobación de Orgïr y se deleito con sumo cuidado con los alimentos que éste había mandado a pedir para él.
—Tenéis que disculpar a mis hombres por trataros de esta manera —Orgïr inició la conversación—. Corren tiempos difíciles incluso aquí. Y ahora por favor, contadme el motivo de vuestra visita.
—Los hombres de las llanuras han atacado las Rocas Nocturnas hace unos cuantos días —contestó Therebald.
— ¿Es eso cierto?
—Sí, mi lord. Mi rey me pidió que entregara a Nutius, o a vos, esto —sacó del interior de su vestimenta una carta arrugada, y se la pasó a Orgïr con suavidad. Éste la cogió con sumo cuidado y rompió el sello con el mango de un cuchillo que extrajo de su cinturón. Luego la abrió y extrajo la carta que había en su interior, la cual empezó a leer con detenimiento. Al acabar se levantó. En su mirada no se notaba expresión de asombro ninguna. Desde luego, si las palabras que había impresas en la carta le habían impresionado, no se notaba en absoluto.
—He de hablar de este asunto con mi señor Nutius, y vosotros debéis descansar antes de partir de nuevo con nuestra respuesta. Así pues, os pido por favor que os quedéis aquí a descansar. Antes de mañana os entregaré una carta con nuestra decisión.
Orgïr realizó un gesto de invitación a salir y Therebald le siguió tras dejar los platos vació encima de la mesa, sin que se tuviera que preocupar de recogerlo. Su anfitrión le guió hasta una habitación, situada en el piso superior, y luego se marchó.
Therebald, pese a haber podido darse una vuelta por la zona, optó por descansar. Al fin y al cabo era lo que necesitaba y lo que quería. Y también era lo que menos problemas le iba a dar. Se tumbó en la cama sin ni siquiera desvestirse y cayó rendido al poco tiempo. Pese a estar preocupado por la inseguridad que le otorgaba el reponer fuerzas en un sitio que en parte le parecía hostil, y ser responsable de llevar semejantes noticias al señor del castillo, le pudo más el agotamiento.

sábado, 15 de enero de 2011

Hijos de Rhyirgir

El Palacio de Valassar era el corazón y el orgullo de Rhyirgir.
Se erguía en el punto más alto de la ciudad de las colinas, cubriéndolo todo de irisados brillos cada vez que la luz del sol bañaba su superficie. Tenía diez esbeltos torreones, uno por cada uno de los cerros de Valassar, y el más alto de todos ellos se encontraba en el centro exacto. De sus cuatro portones dorados salían los cuatro caminos principales del reino, los cuales habían sido recorridos durante cientos de años por innumerables peregrinos que acudían a maravillarse con la luminosa belleza del palacio. No obstante, aquellos días habían quedado atrás.
Hacía ya demasiados años desde que la crisis había comenzado a asediarles, con mayor obstinación que cualquiera de los enemigos que Rhyirgir había tenido que confrontar a lo largo de su historia. De los cuatro caminos, que partían siguiendo los cuatro puntos cardinales, solamente llegaban malas noticias. Los mensajeros de Valassar se habían convertido en heraldos de desgracias.
Aquel día, sin embargo, los portones estaban cerrados, y lucían desgastados bajo el cielo cuajado de nubes negras. Los pendones que solían ondear sobre ellos habían sido enrollados sobre sus astas, señal inequívoca de lo que estaba sucediendo en su interior. Aun así, era una señal tan olvidada que su significado se había borrado de la memoria de los habitantes de Valassar. Confusos, alzaban la mirada hacia el castillo, y se preguntaban por lo que estaría sucediendo. No obstante, el panorama en el interior de la fortaleza era tan descorazonador como el cielo repleto de nubarrones bajo el que se encontraban.
—Silencio —ordenó el rey Merogull—. Lord Baenur os dirá cual es la situación.
Dicho aquello, alzó su cansada vista, recorriendo la sala del trono. Desde su lugar, presidiendo el consejo sobre el ostentoso Trono Dorado de Valassar, tenía que alzar la vista para ver a los demás miembros del consejo, situados en sus respectivas tribunas en torno a la estancia circular, pero no necesitaba hacerlo. Podía reconocer sin grandes problemas a cualquiera de ellos solamente con oírles. Comido por la desazón, volvió a bajar la mirada hasta la larga y suntuosa alfombra escarlata con ribetes dorados, la cual cruzaba la sala desde el trono hasta la puerta, que en aquel momento se encontraba cerrada bajo llave.
—Anoche recibí un mensaje terrible —comenzó Lord Baenur, cuyo tono histriónico y catastrofista era quizás el más característico—. Después de casi cuarenta años de inactividad, los hombres de las llanuras volvieron a atacar.
Al pronunciar aquellas palabras, una oleada de voces desordenadas recorrió toda la sala. Todos ellos intercambiaban acaloradas expresiones de incredulidad. Algunos incluso tildaron a Baenur de embustero. Merogull, mientras tanto, guardó silencio.
—Los centinelas no fueron suficientes como para sofocar el ataque —prosiguió el consejero—. Las Rocas Nocturnas se han convertido en una escombrera sobre las montañas. No quedó piedra sobre piedra.
— ¡Imposible! —Replicó furiosamente Lord Isirgir—. ¡Durante años, las Rocas Nocturnas han estado fortificándose, y los centinelas han seguido con su adiestramiento! ¿Qué demonios ha pasado?
El rey disimuló una sonrisa al imaginarse el apoplético rostro de Lord Isirgir buscando a alguien a quien culpar. Su contribución en el consejo consistía precisamente en eso. Montaba en cólera cada vez que tenían que tratar un asunto delicado, y trataba de buscar culpables por cualquier cosa. Sin embargo, a pesar de repetir hasta la saciedad las mismas quejas sobre la crisis, estaba tan hinchado como un cerdo.
“Da gracias a que no te asalten y te asen en un espetón” pensó con amargura. Si había algo que enfureciera al pueblo era ver a los nobles como aquél, cebados como puercos mientras ellos morían de hambre.
—Tranquilízate, Lord Isirgir —intervino el rey, en tono conciliador—. Mucho me temo que la culpa de que este ataque nos haya cogido desprevenidos es nuestra. Nos hemos olvidado de los viejos temores y hemos descuidado las Rocas Nocturnas. Con el tiempo, han quedado casi aisladas por completo al otro lado de las montañas, pero, ahora que las Montañas Ardientes han dejado de albergar fuego sobre ellas, esos temores vuelven a llamar a nuestra puerta.
— ¿Y qué se supone que debemos hacer, majestad? —Inquirió Lord Hirold, con la voz preñada de miedo—. ¿Cómo podemos enfrentarnos a los hombres de las llanuras después de tanto tiempo?
“Eso mismo pienso yo”.
En el pasado, habían contado con la ayuda de los hijos de la Mano, pero hacía ya mucho tiempo que habían desaparecido de aquellas tierras. ¿Quién les salvaría en aquella ocasión? ¿Quién rescataría a los todopoderosos hijos de Rhyirgir, después de haberse recreado en el oropel que les rodeaba durante tantos años? Aunque le pesara demasiado hacerlo, tenía que reconocer que se habían vuelto débiles y confiados. Se habían entregado a sí mismos más poder del que realmente tenían, y en aquel momento, cuando tan mermados se encontraban por la dura crisis, la realidad acudía a sus doradas puertas de nuevo.
—Lord Baenur —dijo al fin, alzando la cabeza hacia su tribuna—. ¿Se sabe ya si han conseguido cruzar las montañas?
—No, majestad. Al parecer, se han concentrado en buscar a los supervivientes y acabar con ellos. Ha sido una masacre.
—Hay que apostar guardias en los caminos —respondió, apremiante—. Que no salgan de las montañas.
—Pero majestad —saltó el joven Lord Ibbeim, desconcertado—. No tenemos guardias suficientes para cubrir todo el terreno. Los ejércitos están menguados.
—No podemos hacer esto solos —coincidió Lord Fartyr, quien desde hacía décadas se encargaba de las relaciones de Rhyirgir con los demás reinos de la Isla del Norte—. Debemos mandar emisarios a nuestros vecinos y pedir ayuda. Quién sabe si los hombres de las llanuras han partido en una sola dirección.
—Sea como sea —razonó el rey—. El mar les frenará.
—Sin embargo —intervino un miembro del consejo cuya voz, suave y pausada, no conseguía identificar. Al alzar la cabeza se encontró con el rostro fino y pálido de Lord Rähl, quien le devolvía la mirada con extrema seriedad. Era más joven aún que Lord Ibbeim, cuyo rostro apenas tenía arrugas. Sin embargo, su semblante le hacía parecer mucho mayor que él—. No sabemos lo que ha llevado a los hombres de las llanuras, después de cuarenta largos años, a revelarse. Quizás haya alguna razón por la que han cruzado la línea de árboles, algo que se nos escapa.
“¿Algo que quizás tú ya sepas?”
Sin embargo, Lord Isirgir soltó un sonoro bufido, en señal de disconformidad.
— ¿Qué te hace pensar que esos salvajes tengan alguna razón para atacar? No podemos hacer conjeturas. Tenemos que actuar.
Aquella furiosa declaración fue acogida con murmullos de conformidad, e incluso apoyo, a lo largo de todas las tribunas, pero Lord Rähl no cejó en su empeño.
—Lord Isirgir, esos “salvajes” aún conocen los secretos de la tierra, secretos que nosotros mismos no tardamos en olvidar —su voz sosegada sonaba más aterradora de lo que Lord Baenur habría podido conseguir jamás—. Ascendieron por la pared montañosa y redujeron las Rocas Nocturnas a polvo, y no se detuvieron ante nada. Su columna de fuego será lo único que ilumine las Montañas Ardientes a partir de ahora, y si queremos acabar con la serpiente, tenemos que saber qué la hizo abandonar su guarida.
—Tonterías —murmuró Lord Isirgir, aunque lo hizo sin demasiada convicción. Lo cierto era que aquel siniestro alegato le había amedrentado tanto como a los demás.
Merogull, entretanto, mesó su blanca barba, en ademán pensativo. Por el momento, todos tenían razón, pero no conseguían ponerse de acuerdo entre sí. No había forma de enfrentarse a la oscura magia de los hijos del bosque antiguo, pero tampoco podían quedarse de brazos cruzados, y aun así, seguían necesitando ayuda.
Sin embargo, lo más inesperado que podía imaginarse que ocurriría en aquel consejo, terminó por suceder.
—Padre —dijo la suave voz de Ïlema, con aire decidido. Su intervención provocó que todos los ojos la mirasen de forma repentina, como si acabasen de percatarse de su presencia—. Debemos pedir ayuda. Cuando esto sucedió en el pasado, los hijos de la Mano acudieron —la mención de los desterrados hijos de la Mano hizo que el ambiente se caldeara ligeramente, pero, decidida, la joven continuó hablando—. Fueron nuestra única esperanza entonces, y lo siguen siendo ahora.
El rey permaneció mirando a su hija en completo silencio, mientras entre los miembros del consejo estallaba una acalorada discusión.
La tradición dictaba que, además del rey, debía encontrarse en aquel concilio un miembro más de la familia real, con el que el rey compartiese la línea de sangre. En aquel momento, su hija era su única descendiente directa. Sin embargo, su participación en los consejos se había reducido a una presencia simbólica, en la que incluso había llegado a ser fácil olvidar su presencia. En aquel momento, no obstante, no podía apartar la mirada de su hija.
Ella, por su parte, no era a él a quien miraba.
— ¡Silencio! —Ordenó el rey, al ver que la discusión tomaba un cariz cada vez más desconcertante. 
De inmediato, el silencio invadió la estancia. “La suerte está echada”, se dijo a sí mismo pesaroso, antes de hablar.
—Dad la orden de reunir a tantos soldados como sea posible frente a las Montañas Ardientes —zanjó, sin apartar la vista de su hija—. Enviad emisarios a los países vecinos, avisad a cuantos pueblos fronterizos se encuentren tras la cordillera. Si se producen más ataques, no tardaremos en saberlo.
“Y que los dioses nos asistan” pensó, pero no se atrevió a decirlo en voz alta.
Agachó la cabeza a tiempo para evitar ser testigo de la mirada que compartían su hija y Lord Rähl. Ïlema había hecho un importante favor al joven consejero, mayor aún de lo que se atrevía a conjeturar, y, aunque no lo vio, casi pudo sentir cómo intercambiaban mensajes mudos, pero cargados de significado.

jueves, 13 de enero de 2011

La emboscada

Ahbna escuchó el retumbante sonido que se abrió paso por todos los rincones de la montaña. Los cuernos habían sonado. No recordaba la última vez que había escuchado su sonido, tal vez ni siquiera había nacido cuando pasó, pero, a pesar de todo, ahí estaban, sonando sin parar, dando la voz de alarma sobre las Rocas Nocturnas.
Sin perder tiempo, se embutió en su armadura y metió su espada en el cinturón, casi a tientas. A punto estuvo de caerse por prepararse de forma descuidada. Inmediatamente después, se incorporó a la fila improvisada de soldados, apostada frente a la entrada. Al mando de aquel destacamento, se encontraba el capitán Iurva.
— ¡Escuchadme bien! —Clamó éste, dejándose la garganta en cada palabra—. ¡El momento que tanto se temía ha llegado!
Los hombres comenzaron a murmurar entre ellos, haciéndose infinidad de preguntas sobre lo que podía estar sucediendo.
— ¡Los hombres de las llanuras han salido, y se encuentran a nuestras puertas! —Volvió a hablar el capitán—. ¡Esta noche libraremos nuestra última batalla! —Se mantuvo en silencio unos instantes. Acto seguido desenvainó su espada y la alzó al cielo—. ¡Es posible que perdamos! ¡Y que muchos de nosotros no regresemos a nuestros hogares! ¡Pero no dejaremos este sitio en sus asquerosas manos!
— ¡Rocas Nocturnas! —Respondieron los hombres al unísono.
La formación, que constaba aproximadamente de unos cuarenta hombres, se dispersó en pequeños grupos, los cuales se mantuvieron a la espera de que los guardias abrieran los portones. Mientras aguardaban, todos pudieron escuchar débilmente como los pasos del enemigo iban cobrando fuerza a medida que pasaba el tiempo.
Ahbna se encontraba en uno de los grupos encargados de proporcionar cobertura a los que iban en primera línea de combate. Miró hacia arriba y contempló como la luna se erguía en lo alto del firmamento, siempre acompañada por sus fieles servidoras las estrellas.
En un momento dado comenzaron a oírse los primeros zumbidos de las rocas, surcando el cielo en dirección a los enemigos. Los lanzapiedras eran de media distancia y tenían como finalidad diezmar a los asaltantes a fin de equilibrar la batalla. Había uno por balcón, pues debido a su enorme tamaño y a la complejidad de la estructura del lugar, no daba lugar a la colocación de más unidades.
Luego el chirrido de las cadenas dio paso a la apertura del portón, y en ese preciso instante, los soldados se abalanzaron hacia el exterior. Primero salieron al encuentro los tres primeros grupos de ataque, luego le tocó el turno a Ahbna y a los demás, y por último, un pequeño grupo permaneció custodiando la puerta mientras esta se volvía a cerrar.
Con las espadas desenvainadas, acudieron al encuentro de los invasores. Las primeras víctimas aparecieron casi al instante, y pronto el suelo de tiñó con la sangre de ambos bandos. Ahbna ensartó su espada en varias ocasiones en los cuerpos de quienes intentaban atacar a la primera línea desde otros flancos. El resto del grupo le imitó poco después.
Aún pese a poseer ventaja y diezmar a los enemigos, primero con las enormes rocas y luego con el grupo de guerreros, los hombres no tardaron en empezar a retroceder. Los lanzapiedras no podían actuar desde tan corta distancia, y menos con aliados y enemigos mezclados por igual, y los guerreros aliados, pese a ser superiores en número, demostraron una habilidad inferior en el manejo de las armas.
— ¡Vienen más enemigos! —Había oído gritar a pleno pulmón a uno de los centinelas apostados en los balcones.
Ahbna oteó más allá de las figuras que le rodeaban en todas direcciones, y vislumbró una serpiente de fuego que avanzaba con lentitud hacia ellos. No era demasiado visible, pero era suficiente para saber que, en cuanto llegaran, tal y como estaban ahora, serían masacrados.

martes, 11 de enero de 2011

Las Rocas Nocturnas

El silencio era sepulcral cuando aparecieron los primeros.
Al comenzar la noche, el frío viento se había convertido en un susurro, que amenazaba con envolver en su mortal sueño a los centinelas, pero estos, impasibles, habían aguantado con entereza sus húmedos embates, oteando el horizonte desde sus puestos de vigilancia.
Durante generaciones, los centinelas de Rhyirgir habían custodiado la frontera durante las noches desde las montañas, situados en los altos balcones de roca blanca. Gracias a ellos, las Rocas Nocturnas se habían convertido en la última línea de defensa, y los centinelas habían tomado la labor de convertirse en los silenciosos custodios de aquella franja entre las primeras líneas de altos y recios árboles del bosque y las montañas. Eran los defensores de la tierra de nadie. Y en aquel momento, a Matrynn jamás le había parecido tan absurdo.
—Otra vez aquí —murmuró con hastío.
La noche avanzaba con una lentitud exasperante, pero jamás se le habría ocurrido abandonar su puesto. El precio por abandonar el balcón de roca, la última frontera de Rhyirgir, era el destierro. Sin embargo, casi le parecía una idea tentadora abandonar una vigilancia tan vana como aquella, una espera por algo que jamás llegaba.
Coronando el balcón, el fuego de la pira temblaba violentamente. Con una mirada a su alrededor, pudo comprobar que no solo eran Matrynn y sus compañeros los que tenían que soportar que el viento tratara de empujarlos contra la pared montañosa, sino que las hogueras también tenían que luchar por permanecer encendidas.
— ¿Que hay, Matrynn? —Dijo de pronto una voz a su espalda.
— ¡Zybar! —Respondió éste, sobresaltado—. ¡Casi me matas del susto!
—Lo siento —se disculpó, riendo entre dientes, mientras avanzaba hasta situarse junto a él.
Matrynn aprovechó y, como tantas otras veces, le examinó de arriba abajo. Al igual que él, había cubierto el uniforme gris que llevaba puesto con una gruesa piel de uro, pues ni siquiera la pira que ardía sobre sus cabezas conseguía resguardarles del terrible frío. Zybar, por su parte, tenía todo el aspecto de un cuervo. Además de ser enjuto y caminar encorvado, tenía una desgreñada melena negra y una larga nariz, sobresaliendo como una alta montaña que se erguía dominante sobre una espesa barba. Sus grises ojos lo examinaban todo con una gran rapidez. Matrynn, en cambio, era más esbelto, pero mucho más pausado. Los mechones de pelo rojo, similares a los de la mayoría de hombres y mujeres de las Rocas Nocturnas, caían sobre su frente, y sus ojos eran de un azul tan gélido como todo en aquel lugar. A simple vista, nadie diría que Zybar era uno de los hijos de la montaña.
— ¿Qué tal la vigilancia? —Inquirió, sin apartar la vista del horizonte.
—Sin novedad... ¿has hablado con algún vigilante más?
Éste asintió con la cabeza.
—Acabo de hablar con Zemth —respondió—. No ha parado de quejarse en todo el rato. "Que vengan a cuidar de la hoguera", "tengo hambre", "donde está mi sustituto...".
Matrynn no pudo evitar que una sonrisa se dibujara en su rostro. Las primeras guardias de los centinelas recién formados eran las peores. Luego, el cuerpo se acostumbraba a la soledad, al frío y a la oscuridad. Por así decirlo, el corazón se habituaba a la vida de vigilante.
—Pronto será uno más —murmuró. Aunque lo hizo para sí mismo, Zybar asintió, mostrándole su acuerdo.
Sin embargo, algo les distrajo de sus pensamientos hacia el joven Zemth, algo había cambiado.
— ¿Qué demonios ha pasado? —Exclamó más que preguntó.
Pero, antes de que Zybar pudiese darle una respuesta, caí en la cuenta de lo que pasaba. El viento había cesado de golpe. Aunque aquello era un alivio para ellos, la ausencia de las corrientes de aire que les acompañaban todas las noches durante sus vigilancias era una señal inequívoca de problemas. Había demasiado silencio como para que aquello no fuese una señal de que algo iba terriblemente mal.
Con los cinco sentidos alerta, Matrynn escudriñó cada punto del bosque, pero fue inútil.
— ¿Has visto algo? —Preguntó a su acompañante, pero este negó vehementemente con la cabeza.
De pronto, desde uno de los balcones, pudo oírse con claridad un fuerte grito.
— ¡Están aquí! ¡Están aquí!
En cuanto aquellas palabras llegaron hasta sus oídos, se encendió una hoguera justo bajo sus pies. De inmediato, por todo aquel terreno baldío entre el bosque y la montaña, comenzaron a aparecer espontáneamente numerosas fogatas, las cuales se movían en dirección a ellos.
— ¿De dónde han salido? —Murmuró, desviando la mirada hacia su acompañante.
Sin embargo, en lugar de contestarle, éste señaló de nuevo hacia el suelo. Al volver la vista hacia allí, se encontró con que aquellas llamas formaban una gruesa y humeante serpiente que avanzaba hacia ellos desde el bosque. No había duda alguna, eran los hombres de las llanuras.
— ¡Tocad los cuernos! —Gritó Matrynn con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Hombres de las llanuras! ¡Tocad los cuernos!
Inmediatamente, el aviso comenzó a reproducirse por todos los balcones de la pared montañosa. Zybar, entretanto, subió corriendo las escalerillas que conducían a la pira ardiente del balcón, cogió una de las tinas con agua que había preparadas y la arrojó sobre las llamas.
Al fin, el grave sonido de los cuernos retumbó por toda la montaña, y todas las piras fueron apagadas. Todo estaba dispuesto.
Aquella era la primera vez que sus ojos veían una batalla en las Rocas Nocturnas, al igual que la mayoría de los centinelas, y se preguntó si su adiestramiento sería suficiente, y si los que ya habían vivido situaciones similares podrían recordar qué debían hacer.
Mientras las llamas comenzaban a acercarse más y más sobre las rocas, Matrynn resopló con fuerza. Aquella noche, nadie dormiría sobre las Rocas Nocturnas.

lunes, 10 de enero de 2011

Se abre el telón




Saludos.

Antes de nada, aunque parezca que soy un solo administrador, en realidad somos dos personas. Uno de los dos es la sombra, y otro de los dos es lo verde, y me ahorraré el esfuerzo de deciros quién de los dos os habla ahora mismo.
Así de primeras, los que no sepáis nada de este blog, estaréis algo perdidos al leer algo como "Los Guardianes de Marlandir", y os haréis preguntas. Pues he aquí las respuestas:

- En primer lugar, con respecto a nosotros: somos dos escritores que un día, como ejercicio de improvisación, comenzaron a escribir una historia de fantasía épica, sin demasiadas pretensiones. Sin embargo, la cosa comenzó a cuajar y, en cosa de un mes, ya teníamos un comienzo sólido y habíamos sentado las bases para seguir adelante. Ahora, damos un paso más, y juntos creamos este blog, con la intención tanto de publicar los viejos capítulos como de seguir adelante con los nuevos. Al leer esta parte, suponemos que habréis dado con otra respuesta:
- Los Guardianes de Marlandir: es esa historia, cuya sinopsis podréis leer vosotros mismos justo bajo el título del blog. Aun así, ya que reconocemos que, sin haber leido aún ni un solo capítulo la mayoría de vosotros, es bastante escueta, aquí tenéis información adicional: Marlandir es un mundo en el que, tras una larga paz, unos siniestros enemigos, conocidos como los hombres de las llanuras, se levantan una vez más contra los reinos de éste mundo. Rhyirgir es el primero de estos reinos en sufrir las consecuencias, y las Rocas Nocturnas el primer lugar en ser diezmado por el imparable avance de estos hombres de las llanuras. De todas formas, como ya os hemos dicho, esto surgió de la improvisación, y aún es demasiado pronto para poder aventuraros más, pero también nos enorgullece decir que es un proyecto que avanza a muy buen ritmo.
- Este blog: como todo lo que empieza, aún no contiene nada que podamos llamar definitivo, salvo este mensaje de bienvenida, suponemos. De todas formas, trataremos de organizarlo de la manera más cómoda y agradable que sea posible para todos. Y, además de la historia, a medida que ésta vaya cobrando profundidad, puede que añadamos información adicional, como algunos datos de interés sobre los personajes, quizás algún boceto, e incluso puede que algún mapa. Todo es ver cómo se van desarrollando los acontecimientos.

Eso es todo. El siguiente mensaje será el primer capítulo, e iremos actualizando periódicamente. Esperamos que disfrutéis al sumergiros en la historia, tanto como estamos disfrutando nosotros con su creación.

Bienvenidos.