jueves, 17 de febrero de 2011

La llegada del cazador

Todos los estados agrupados bajo la corona de Rhyirgir ocupaban por completo la zona septentrional de Marlandir, desde la Cordillera Ardiente, que limitaba al norte con el Saliente, tierra en la que se asentaban, custodiados por las Rocas Nocturnas, los hombres de las llanuras; hasta el Bosque de los Mil Caminos, que se extendía por toda la isla hasta llegar al océano. Todos los reinos que se encontraban separados de Rhyirgir y repartidos por aquel bosque habían quedado excluidos de su amplia confederación, y, aunque era común que tanto estos estados como los de Rhyirgir comerciasen entre ellos, Sorgen seguía sin ser un lugar de visitas.
Sorgen, al sur de Terona, era el último lugar habitado de Rhyirgir. Ante los ojos de sus habitantes pasaban de vez en cuando carros repletos de mercancías, las cuales los mercaderes se aventuraban a vender a lo largo de alguno de los caminos del bosque. Y aunque era la puerta de entrada y salida del reino, era un pueblo pequeño. Apenas había más que un grupo de casas diseminadas a ambos lados de un amplio camino de tierra, el cual parecía una prolongación del paisaje que se mostraba más al sur, pues Sorgen era el último pueblo antes del Paso de las Bodegas. Este árido secarral, enmarcado por las enormes montañas de la Sierra de Zaralia, recibió el nombre que ostentaba cuando, durante el último ataque de los hombres de las llanuras, más de cuarenta años atrás, un gran número de contrabandistas de alcohol se escondió allí con sus provisiones. Desde entonces, poca gente más que el habitual puñado de ambiciosos comerciantes se atrevía a enfrentarse con aquel desierto. Incluso muchos de los vendedores preferían el trayecto por mar, alrededor de la isla. Fue precisamente por esos motivos por lo que a todos les sorprendió oír, proveniente del sur, el sonido provocado por los cascos de un caballo sobre la tierra seca.
Cuando la nube de polvo llegó hasta la primera línea de casas, todos en el pueblo sabían que se acercaba un desconocido, y, a las puertas de sus casas, tanto los viejos como los niños de la mermada población de Sorgen alzaban sus cabezas hacia el sur, expectantes.
Apenas tuvieron que esperar unos minutos hasta que el jinete apareció en su campo de visión. Sobre un caballo de aspecto joven y pelaje rojo, el viajero le espoleaba con sus botas, consciente de que el final de aquel desierto se acercaba. Llevaba puesta una gabardina de cuero que parecía de un color similar al pelaje de su montura, y un amplio sombrero de ala ancha, como los que solían llevar los campesinos para protegerse del sol, le ocultaba el rostro. Tanto el caballo como el jinete iban tan cubiertos de polvo que casi parecían del mismo color, aunque, a medida que se acercaban, los vecinos curiosos podían fijarse en más detalles, como que aquel hombre de rostro desconocido era delgado como una vara, y que llevaba, sujeta con los labios, una pipa humeante, fina y tan alargada que sobresalía del ala del sombrero. No parecía un viajero excesivamente llamativo, no más que cualquier otro caballero de armadura poco brillante de los que podían encontrarse en cualquier parte de Marlandir, pero los motivos de la expectación que estaba causando su llegada eran otros. Sorgen era un pueblo de pocas visitas, y aquel hombre era ya el segundo que pasaba por allí aquel día.
Otro viajero, envuelto en una capa gris y con un sombrero de campesino similar, había salido del Paso de las Bodegas aquella misma mañana, y se había hospedado en casa de Oriaga, la única posada del pueblo. ¿Cómo podía esperar Sorgen una nueva visita aquella misma tarde? Los niños seguían mirando a aquel hombre con curiosidad, y algunos incluso reían entre ellos mientras se cuchicheaban bromas sobre aquel tipo, pero el semblante de los ancianos se había tornado negro. Aquellas visitas con cuentagotas estaban teñidas de sospecha.
El jinete condujo al polvoriento corcel hasta el lugar donde el otro visitante se había detenido, las puertas de la posada de Oriaga. Tras echar una fugaz mirada al letrero del establecimiento, se giró hacia el grupo de críos y les llamó con un silbido. Cuando se acercaron, él, con una voz joven, aunque ya algo ronca, dijo.
— ¿Alguno de vosotros quiere ganar una estrella de plata?
Al oír hablar de dinero, los niños comenzaron a gritar “¡Yo!” y a saltar en torno al caballo, pero, a los pocos segundos, el jinete señaló a uno de ellos, un chico espigado, con el rostro lleno de pecas y una mata de pelo pajizo. Al hacerlo, otro más pequeño, pero igual de rubio y de pecoso, se quejó.
— ¡No es justo! —Rezongó, con tono herido—. ¡El de esta mañana también te pagó a ti!
Los labios del jinete, cerrados en torno a la pipa, se curvaron para formar una sonrisa.
—En ese caso tienes razón, no es justo —comentó, acabando con la inminente avalancha de quejas. Sin quitar la vista del pequeño, añadió—. ¿Cómo te llamas?
—Vincet, señor —respondió éste con nerviosismo.
Con un ágil salto, el desconocido se bajó del caballo y le entregó las riendas al chico.
—Ayúdame a meterlo en las cuadras y la estrella de plata será tuya.
— ¡Sí, señor! —Exclamó emocionado, mientras cogía las riendas que él le tendía y se dirigía hacia el establo de la posada, ante las protestas de los demás chicos.
Cuando salieron, la enguantada mano del desconocido se metió en un bolsillo de la gabardina y sacó una moneda de plata, la cual golpeó con el pulgar para lanzársela al niño.
— ¡Gracias! —Dijo Vincet, antes de coger la moneda y echar a correr hacia los demás chicos.
El hombre, por su parte, dirigió los pasos hacia las puertas de la fonda, la casa de Oriaga, la única en todo el pueblo. La madera chirriaba bajo sus pies, el letrero temblaba de forma violenta con cada soplo de aire, amenazando con caerse en cualquier momento, y las puertas chirriaron cuando las abrió. El panorama en el interior no era mucho mejor. La mayor parte de aquel piso, casi tan repleta de polvo como el desierto que acababa de dejar atrás, se encontraba repleta de mesas desde la puerta hasta las escaleras del fondo, las cuales se encontraban, a su vez, casi todas ocupadas por los hombres del pueblo, que bebían en vasos de cerámica y hablaban a viva voz. A su izquierda se encontraba la barra, también ocupada por parroquianos, y atendida por un hombre alto y grueso, que ya peinaba canas tanto en su escasa melena como en su prominente bigote. Sin embargo, cuando abrió las puertas, todas las miradas se posaron en él. Cesaron las voces, las bromas y las risas, y, durante unos segundos, nadie dijo nada.
“Hola, pueblo de Sorgen” pensó satisfecho el visitante, mientras daba una larga calada a su pipa.
Tras espirar un humo de olor dulzón, se dirigió a paso lento hacia la barra, mientras, con su mano derecha, se quitó el sombrero y le dio unos golpes sobre su muslo para sacudirle el polvo. Al hacerlo, todas las pupilas se clavaron en su rostro. Todos los clientes de la taberna se fijaron en su piel tostada por el sol y en la barba que oscurecía sus mejillas, pero aquellos detalles solo sirvieron para que su aparente juventud les sorprendiera aún más. El rostro de aquel hombre era el de un chico que ni siquiera llegaba a la veintena. Éste, mientras tanto, se apartó de la frente los mechones de pelo negro y escrutó el local con unos ojos rasgados y almendrados, los ojos de un extranjero. En una de las mesas, había alguien que no le miraba, un hombre con un sombrero similar al suyo, que no apartaba los ojos de su bebida.
Tras el breve examen, el joven se colocó de nuevo el sombrero y se acercó a la barra. Allí, el camarero le esperaba en silencio.
—Hola —saludó con una sonrisa, sin quitarse la pipa de la boca—. Necesito una cena, algo para quitarme el polvo del camino y una cama.
Los bigotes del posadero se agitaron, como si fuese a escupir algo que tuviera en la boca, pero no sucedió nada. Estaba utilizando el mismo tono amable que había usado con Vincet y los otros críos, pero mientras sus gestos sonreían, sus ojos se posaban en todo lo que aparecía ante ellos. A su izquierda y a su derecha, la clientela de la barra seguía mirándole, mientras que en las mesas los parroquianos volvían gradualmente a su jolgorio habitual.
Al fin, con un tono que recordaba al graznido de un ave de carroña, el camarero habló.
—Unplatodealubias unbarreñoconaguacaliente yunabitación tecostaráncuatro estrellasdeplata —farfulló de forma ininteligible.
El joven tardó unos segundos en entender lo que le había dicho, pero, cuando lo consiguió, sin deshacer su perenne sonrisa, respondió.
—Añada a ese plato de alubias una jarra de cerveza y trato hecho.
Tras asentir con la cabeza, el camarero se alejó, y éste, tras dar una última calada, golpeó un par de veces la cazoleta de la pipa sobre la barra, vaciando su humeante contenido, y, tras guardarla en uno de los bolsillos de su gabardina, arrojó al suelo el cúmulo de cenizas.
Apenas había pasado un par de segundos cuando Oriaga volvió a aparecer con un plato en una mano y una jarra en la otra. Cuando llegó junto a él, éste ya había sacado de su gabardina las cuatro estrellas de plata.
 —Aquí tiene —murmuró, dejando las monedas sobre la barra y recogiendo la cena de las manos del posadero.
La plata había vuelto a suscitar el interés de los parroquianos, que le contemplaron mientras caminaba hacia una mesa. Pero el joven, ajeno a la atención que había recaído sobre él, empezó a comer.
Se llevaba a la boca grandes cucharadas, aunque lo hacía con lentitud, y deteniéndose de vez en cuando para dar largos tragos a su jarra. Las alubias estaban frías y muy especiadas, pero picantes y jugosas, y la cerveza estaba algo aguada, pero no se quejó. Después del viaje a través del Paso de las Bodegas, aquella cena era un banquete.
A medida que sus vasos se vaciaban, el atrevimiento de los hombres iba en aumento, y pronto pasaron de observarle en silencio mientras cuchicheaban sobre él a burlarse a viva voz sobre su apariencia. El otro viajero, por su parte, seguía concentrado en su bebida. Ninguna de las burlas de los parroquianos iba dirigida hacia éste. Él no parecía un niño disfrazado de adulto. Su barba era ya larga, espesa y gris, y sus ojos estaban amarillentos y enmarcados por grandes bolsas. Todo en él era un fiel testimonio del paso del tiempo.
Poco a poco los clientes de Oriaga se iban volviendo más osados, hasta que uno de ellos, un hombre gordo y con sus dos peludas cejas unidas en una sola, avanzó con los brazos en jarras hasta la mesa del joven.
—Eh, niño —le llamó—. Invítanos a un trago.
Aquella vez el otro viajero sí que alzó la vista.
El joven, por su parte, masticó con tranquilidad la cucharada de alubias que se había metido en la boca. Cuando tragó, apuró la jarra de cerveza y dirigió sus ojos rasgados hacia aquel hombre.
—No —fue su única respuesta.
El parroquiano le miró como si hubiese recibido una bofetada, pero, al recuperarse, volvió a insistir.
—Venga, amigo, tú tienes plata, páganos aunque sea una mísera cerveza… ¿O es que tu aya no te deja?
Todo el local estalló en carcajadas, hasta el camarero, con su risa de cuervo, se unió a las burlas, pero el aludido permaneció inalterable.
—Si no te queda dinero para pagarte tus propios tragos —comentó el chico, divertido, cuando cesaron las risas—, quizás hayas bebido demasiado.
Al oír aquella respuesta, el rostro del hombre se encendió.
— ¡Voy a enseñarte modales, niño! —Bramó, mientras se abalanzaba sobre el extraño.
Si el otro viajero, que seguía contemplando la escena, hubiese parpadeado en aquel momento, no habría visto nada. Antes de que aquel tipo pudiera ponerle las manos encima, el chico se revolvió, cogió una de ellas y se la retorció a la espalda, a la vez que le empujó sobre la mesa. El parroquiano intentó revolverse, pero el joven le tenía bien sujeto. A su alrededor, los demás clientes contemplaban sorprendidos la situación. Ninguno de ellos se movió para ayudar a su convecino.
—Por si decides volver a atacarme —murmuró el viajero, muy cerca del oído de su presa—. No es plata el único metal que llevo encima —y, mientras dijo eso, se apartó con la mano libre la gabardina, permitiendo al atacante, y al resto del bar, ver la espada que colgaba en su cinto—. ¿Ha quedado claro?
—S… sí… suéltame por favor —balbuceó.
—Como quieras.
Al ser liberado, el hombre se incorporó con rapidez y se frotó el brazo apresado.
—Oye —añadió el joven, que ya había vuelto a ocupar su asiento—, ya he acabado mi cerveza… ¿Me invitas a otra?
—S… s… sí —exclamó.
Mientras el parroquiano se alejaba, por primera vez, la mirada de los dos viajeros se cruzó.

* * * *

En Sorgen no había demasiados callejones, ni recovecos en los que esconderse, ni habitantes suficientes como para no conocerse entre ellos. En realidad no había más que dos filas de casas y la fonda, la de Oriaga, la única en todo el pueblo. Precisamente por ese motivo, cualquiera que hubiese estado despierto en medio de la noche, habría podido deducir lo que pasaba cuando, tras varias horas a oscuras, la temblorosa luz de una vela volvió a salir del interior de las cuadras de la posada.
Los caballos comenzaban a bufar nerviosos, mientras la luz se abría paso por las caballerizas, y, aunque quien la portaba procuraba no hacer ruido, no podía controlar el sonido de la paja al ceder bajo sus pies.
—No es muy recomendable entrar con una vela en un lugar así —dijo una voz desde la puerta.
Una vez más, la mirada de los dos viajeros se volvió a encontrar. Uno, viejo y cansado, con la vela en una mano y las riendas de su caballo en la otra; el otro, joven y erguido, mirándole desde la puerta.
— ¿Que quieres? —le espetó.
Por toda respuesta, el joven se apartó del hueco de la entrada.
—Ya veo —murmuró el viejo con amargura.
Tras apagar la vela de un soplido y soltar las riendas, echó a andar hacia la puerta. Al llegar, se detuvo unos instantes, con su cara a escasos centímetros de la del joven. Sus labios se abrieron en medio de su barba gris para decir algo, pero ningún sonido salió de su boca. En lugar de hablar, salió al exterior.
— ¿Sabes algo? —Comentó una vez fuera, sin mirar al joven, que caminaba a su lado—. Los caminos del bosque parecen laberintos para quien lo cruza por primera vez, pero es solo una impresión. Cualquiera en Rhyirgir que no haya cruzado nunca el Paso tendrá la impresión de que va a perderse en cuanto ponga un pie en el bosque… pero no es así. Toda senda en ese lugar conduce a alguna parte.
» Sé por qué has venido, y sé quién te envía. Cuando te vi entrar en el bar pensé que la Orden me subestimaba, pero, cuando redujiste a ese borracho… solo un cazador podría moverse tan condenadamente rápido.
— ¿Por eso huías? ¿Pensabas seguir con este viaje? —Le interrumpió el joven. Desde que había comenzado su discurso, era la primera vez que intervenía, pero no había ironía en su voz, solo curiosidad.
Éste se echó a reír entre dientes.
—Sí… y no… ya soy viejo para esto —respondió—. Para mí solo eres uno más, un miembro más de la Orden de los Cazadores que engrosará la lista de fallecidos bajo mi espada. Pero ya estoy cansado… este es un lugar horrible para morir, o para matar. Ni siquiera hay una jodida sombra bajo la que caer muerto. Apuesto a que ni siquiera te enterrarán… simplemente dejarán que te pudras como el maldito cazador bastardo de mil mendigos que eres. Ni siquiera saben tu nombre… ni yo… y tampoco me interesa. Ni siquiera me interesa…
Las palabras salían de su boca con una endiablada y febril rapidez, como si no quisiera que quedara dentro de él ni un solo pensamiento. Pero el joven no pensaba torturarle.
Ambos se situaron en el centro de la calle, uno frente a otro, joven frente a viejo, ojos rasgados frente a ojos amarillentos, cazador frente a presa. Las manos enguantadas del chico volaron por su gabardina, la cual se abrió, mostrando al viejo una vez más su espada. La espada de un cazador. Frente a él, a apenas cinco metros, el viejo echaba hacia atrás su capa con igual velocidad, mostrando su espada. La espada de un asesino de cazadores.
Sus manos acariciaban sus respectivas empuñaduras, preparadas para el movimiento del contrario, mientras que, intrigados por el ruido de su conversación, algunos de los vecinos se habían asomado por sus respectivas ventanas, portando velas como la que el viejo acababa de apagar.
La tensión les rodeaba, a punto de romperse en el primer movimiento, cuya espera alargaba los segundos hasta convertirlos en horas, días, años o eones, sabedores los dos rivales de que iban a ser los últimos de uno de ellos.
Fue el viejo quien hizo el primer movimiento.
Desenfundó su espada con rapidez y echó a correr hacia el joven a toda velocidad. Por su parte, el chico sacó su arma y aguardó. Cuando faltaban pocos segundos para que se le echara encima, la sangre se agolpaba en sus oídos, haciendo que no pudiera oír nada más que sus propias pulsaciones. Inmóvil, vio cómo el viejo daba el salto, tensaba los músculos de sus brazos y alzaba su arma, dispuesto a partirle en dos.
Solo necesitó moverse una vez.
Flexionó las rodillas, se inclinó a la derecha y rodó, mientras la hoja de la espada de su rival se hundía en la tierra, y entonces, describiendo un arco con sus brazos, hundió el arma en su estómago.
— ¡Ah!
Aquello fue lo último que el viejo pudo decir antes de que un hilillo de sangre brotara de su boca y comenzara a rodar por su mandíbula. Apoyado en su espada, la cual aún seguía clavada en el suelo, se dejó caer con suavidad. Alrededor del moribundo, el pueblo se había convertido en un silencioso borrón.
—Es un lugar horrible para morir… —volvió a susurrar el viejo, antes de desplomarse definitivamente, como una muñeca de trapo.
El joven se encontraba inclinado ante él, contemplando de cerca su inmolación.
—No te preocupes —susurró él también—. Yo también pienso seguir hasta Valassar… y, por cierto —añadió, poniéndose en pie—. Por si has cambiado de opinión, mi nombre es Asari.

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