sábado, 15 de enero de 2011

Hijos de Rhyirgir

El Palacio de Valassar era el corazón y el orgullo de Rhyirgir.
Se erguía en el punto más alto de la ciudad de las colinas, cubriéndolo todo de irisados brillos cada vez que la luz del sol bañaba su superficie. Tenía diez esbeltos torreones, uno por cada uno de los cerros de Valassar, y el más alto de todos ellos se encontraba en el centro exacto. De sus cuatro portones dorados salían los cuatro caminos principales del reino, los cuales habían sido recorridos durante cientos de años por innumerables peregrinos que acudían a maravillarse con la luminosa belleza del palacio. No obstante, aquellos días habían quedado atrás.
Hacía ya demasiados años desde que la crisis había comenzado a asediarles, con mayor obstinación que cualquiera de los enemigos que Rhyirgir había tenido que confrontar a lo largo de su historia. De los cuatro caminos, que partían siguiendo los cuatro puntos cardinales, solamente llegaban malas noticias. Los mensajeros de Valassar se habían convertido en heraldos de desgracias.
Aquel día, sin embargo, los portones estaban cerrados, y lucían desgastados bajo el cielo cuajado de nubes negras. Los pendones que solían ondear sobre ellos habían sido enrollados sobre sus astas, señal inequívoca de lo que estaba sucediendo en su interior. Aun así, era una señal tan olvidada que su significado se había borrado de la memoria de los habitantes de Valassar. Confusos, alzaban la mirada hacia el castillo, y se preguntaban por lo que estaría sucediendo. No obstante, el panorama en el interior de la fortaleza era tan descorazonador como el cielo repleto de nubarrones bajo el que se encontraban.
—Silencio —ordenó el rey Merogull—. Lord Baenur os dirá cual es la situación.
Dicho aquello, alzó su cansada vista, recorriendo la sala del trono. Desde su lugar, presidiendo el consejo sobre el ostentoso Trono Dorado de Valassar, tenía que alzar la vista para ver a los demás miembros del consejo, situados en sus respectivas tribunas en torno a la estancia circular, pero no necesitaba hacerlo. Podía reconocer sin grandes problemas a cualquiera de ellos solamente con oírles. Comido por la desazón, volvió a bajar la mirada hasta la larga y suntuosa alfombra escarlata con ribetes dorados, la cual cruzaba la sala desde el trono hasta la puerta, que en aquel momento se encontraba cerrada bajo llave.
—Anoche recibí un mensaje terrible —comenzó Lord Baenur, cuyo tono histriónico y catastrofista era quizás el más característico—. Después de casi cuarenta años de inactividad, los hombres de las llanuras volvieron a atacar.
Al pronunciar aquellas palabras, una oleada de voces desordenadas recorrió toda la sala. Todos ellos intercambiaban acaloradas expresiones de incredulidad. Algunos incluso tildaron a Baenur de embustero. Merogull, mientras tanto, guardó silencio.
—Los centinelas no fueron suficientes como para sofocar el ataque —prosiguió el consejero—. Las Rocas Nocturnas se han convertido en una escombrera sobre las montañas. No quedó piedra sobre piedra.
— ¡Imposible! —Replicó furiosamente Lord Isirgir—. ¡Durante años, las Rocas Nocturnas han estado fortificándose, y los centinelas han seguido con su adiestramiento! ¿Qué demonios ha pasado?
El rey disimuló una sonrisa al imaginarse el apoplético rostro de Lord Isirgir buscando a alguien a quien culpar. Su contribución en el consejo consistía precisamente en eso. Montaba en cólera cada vez que tenían que tratar un asunto delicado, y trataba de buscar culpables por cualquier cosa. Sin embargo, a pesar de repetir hasta la saciedad las mismas quejas sobre la crisis, estaba tan hinchado como un cerdo.
“Da gracias a que no te asalten y te asen en un espetón” pensó con amargura. Si había algo que enfureciera al pueblo era ver a los nobles como aquél, cebados como puercos mientras ellos morían de hambre.
—Tranquilízate, Lord Isirgir —intervino el rey, en tono conciliador—. Mucho me temo que la culpa de que este ataque nos haya cogido desprevenidos es nuestra. Nos hemos olvidado de los viejos temores y hemos descuidado las Rocas Nocturnas. Con el tiempo, han quedado casi aisladas por completo al otro lado de las montañas, pero, ahora que las Montañas Ardientes han dejado de albergar fuego sobre ellas, esos temores vuelven a llamar a nuestra puerta.
— ¿Y qué se supone que debemos hacer, majestad? —Inquirió Lord Hirold, con la voz preñada de miedo—. ¿Cómo podemos enfrentarnos a los hombres de las llanuras después de tanto tiempo?
“Eso mismo pienso yo”.
En el pasado, habían contado con la ayuda de los hijos de la Mano, pero hacía ya mucho tiempo que habían desaparecido de aquellas tierras. ¿Quién les salvaría en aquella ocasión? ¿Quién rescataría a los todopoderosos hijos de Rhyirgir, después de haberse recreado en el oropel que les rodeaba durante tantos años? Aunque le pesara demasiado hacerlo, tenía que reconocer que se habían vuelto débiles y confiados. Se habían entregado a sí mismos más poder del que realmente tenían, y en aquel momento, cuando tan mermados se encontraban por la dura crisis, la realidad acudía a sus doradas puertas de nuevo.
—Lord Baenur —dijo al fin, alzando la cabeza hacia su tribuna—. ¿Se sabe ya si han conseguido cruzar las montañas?
—No, majestad. Al parecer, se han concentrado en buscar a los supervivientes y acabar con ellos. Ha sido una masacre.
—Hay que apostar guardias en los caminos —respondió, apremiante—. Que no salgan de las montañas.
—Pero majestad —saltó el joven Lord Ibbeim, desconcertado—. No tenemos guardias suficientes para cubrir todo el terreno. Los ejércitos están menguados.
—No podemos hacer esto solos —coincidió Lord Fartyr, quien desde hacía décadas se encargaba de las relaciones de Rhyirgir con los demás reinos de la Isla del Norte—. Debemos mandar emisarios a nuestros vecinos y pedir ayuda. Quién sabe si los hombres de las llanuras han partido en una sola dirección.
—Sea como sea —razonó el rey—. El mar les frenará.
—Sin embargo —intervino un miembro del consejo cuya voz, suave y pausada, no conseguía identificar. Al alzar la cabeza se encontró con el rostro fino y pálido de Lord Rähl, quien le devolvía la mirada con extrema seriedad. Era más joven aún que Lord Ibbeim, cuyo rostro apenas tenía arrugas. Sin embargo, su semblante le hacía parecer mucho mayor que él—. No sabemos lo que ha llevado a los hombres de las llanuras, después de cuarenta largos años, a revelarse. Quizás haya alguna razón por la que han cruzado la línea de árboles, algo que se nos escapa.
“¿Algo que quizás tú ya sepas?”
Sin embargo, Lord Isirgir soltó un sonoro bufido, en señal de disconformidad.
— ¿Qué te hace pensar que esos salvajes tengan alguna razón para atacar? No podemos hacer conjeturas. Tenemos que actuar.
Aquella furiosa declaración fue acogida con murmullos de conformidad, e incluso apoyo, a lo largo de todas las tribunas, pero Lord Rähl no cejó en su empeño.
—Lord Isirgir, esos “salvajes” aún conocen los secretos de la tierra, secretos que nosotros mismos no tardamos en olvidar —su voz sosegada sonaba más aterradora de lo que Lord Baenur habría podido conseguir jamás—. Ascendieron por la pared montañosa y redujeron las Rocas Nocturnas a polvo, y no se detuvieron ante nada. Su columna de fuego será lo único que ilumine las Montañas Ardientes a partir de ahora, y si queremos acabar con la serpiente, tenemos que saber qué la hizo abandonar su guarida.
—Tonterías —murmuró Lord Isirgir, aunque lo hizo sin demasiada convicción. Lo cierto era que aquel siniestro alegato le había amedrentado tanto como a los demás.
Merogull, entretanto, mesó su blanca barba, en ademán pensativo. Por el momento, todos tenían razón, pero no conseguían ponerse de acuerdo entre sí. No había forma de enfrentarse a la oscura magia de los hijos del bosque antiguo, pero tampoco podían quedarse de brazos cruzados, y aun así, seguían necesitando ayuda.
Sin embargo, lo más inesperado que podía imaginarse que ocurriría en aquel consejo, terminó por suceder.
—Padre —dijo la suave voz de Ïlema, con aire decidido. Su intervención provocó que todos los ojos la mirasen de forma repentina, como si acabasen de percatarse de su presencia—. Debemos pedir ayuda. Cuando esto sucedió en el pasado, los hijos de la Mano acudieron —la mención de los desterrados hijos de la Mano hizo que el ambiente se caldeara ligeramente, pero, decidida, la joven continuó hablando—. Fueron nuestra única esperanza entonces, y lo siguen siendo ahora.
El rey permaneció mirando a su hija en completo silencio, mientras entre los miembros del consejo estallaba una acalorada discusión.
La tradición dictaba que, además del rey, debía encontrarse en aquel concilio un miembro más de la familia real, con el que el rey compartiese la línea de sangre. En aquel momento, su hija era su única descendiente directa. Sin embargo, su participación en los consejos se había reducido a una presencia simbólica, en la que incluso había llegado a ser fácil olvidar su presencia. En aquel momento, no obstante, no podía apartar la mirada de su hija.
Ella, por su parte, no era a él a quien miraba.
— ¡Silencio! —Ordenó el rey, al ver que la discusión tomaba un cariz cada vez más desconcertante. 
De inmediato, el silencio invadió la estancia. “La suerte está echada”, se dijo a sí mismo pesaroso, antes de hablar.
—Dad la orden de reunir a tantos soldados como sea posible frente a las Montañas Ardientes —zanjó, sin apartar la vista de su hija—. Enviad emisarios a los países vecinos, avisad a cuantos pueblos fronterizos se encuentren tras la cordillera. Si se producen más ataques, no tardaremos en saberlo.
“Y que los dioses nos asistan” pensó, pero no se atrevió a decirlo en voz alta.
Agachó la cabeza a tiempo para evitar ser testigo de la mirada que compartían su hija y Lord Rähl. Ïlema había hecho un importante favor al joven consejero, mayor aún de lo que se atrevía a conjeturar, y, aunque no lo vio, casi pudo sentir cómo intercambiaban mensajes mudos, pero cargados de significado.

2 comentarios:

  1. Acabo de leerme todos los capitulos del tiron. Gnial historia ;)
    Como os apañais para escribir entre dos una historia??

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  2. Pues muy simple. Entrelazamos el mundo y los sucesos que se van aconteciendo mediante los diferentes protagonistas, y de ese modo tenemos una historia con diferentes tramas que van paralelamente entre si.

    Esto implica el hablar sobre determinados puntos, como es el argumento, la historia, y que haremos por encima en el siguiente capítulo para evitar pisarnos nuestras ideas. Aunque en un principio lo hacíamos completamente improvisado, esto ha cambiado un poco por motivos lógicos.

    De ese modo escribimos cada uno un capítulo, y asi se va creando "Los guardianes de Marlandir".

    Un saludo :)

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