domingo, 27 de febrero de 2011

El inicio del camino

       Dardurial. Un remoto pueblo perdido en los confines de la península del sur. Región de demonios y brujos, tierra sin vida.  Las puertas del infierno lo llaman algunos. Pocos aventureros se atreven a llegar hasta allí, y quienes lo hacen, nunca regresan.

      Desde tiempos inmemoriales, a los extranjeros se les había contado cientos de historias como esa sobre la ciudad, que relataban toda clase de leyendas acerca del origen de la misma y sobre los seres que la habitaban. Eran cuentos bien elaborados para inspirar temor y asegurarse de que ninguno se atreviese a pisar por allí. Y hasta aquel momento había funcionado.
      Rodeados por un extenso bosque de piedra, legado, según la tradición, de las antiguas guerras con los magos, los dardurianos convivían entre ellos de un modo más o menos civilizado. Eran gentes toscas pero bastante pacíficas, tan listos como la más hábil de las ratas. En su mayoría la población estaba compuesta por los llamados recolectores de las cavernas: hombres y mujeres dedicados gran parte de su vida al cultivo y la crianza de los Prylatopis, o como se les llamaba comúnmente, árbol de cueva.
      Los árboles de cueva eran el único alimento de la población. Mitad planta, mitad animal, estos seres se desarrollaban en la tierra húmeda del interior de los laberintos de Dardurial. Eran bastante sabrosos y su método de subsistencia mezclaba la absorción del aire con los pequeños insectos de los que se alimentaba, entre otras cosas.
      Lo cierto era que nadie lograba comprender muy bien cómo hacía para subsistir; allí no había nadie lo suficientemente inteligente como para averiguarlo. No obstante, de lo que podían estar seguros era que con el método que mantenían para trabajar, consistente en comerse solo a las crías, tendrían para bastante tiempo, puesto que cada animal-planta podía llegar al siglo si las condiciones eran óptimas.
      Sin embargo, no todos en la ciudad se dedicaban a ello. Habían unos pocos que lo hacían de otras maneras: bien mezclando elementos de la tierra para obtener diversos mejunjes que calificaban de milagrosos, o bien entreteniendo a la gente con las historias que contaban de los pocos viajes que hacían al año.
      En el caso de Lyarabiel, ella era hija y nieta de relatadores. Los contadores de historias, como también se les llamaban, eran muy pocos y pasaban la mayor parte del tiempo viajando por Marlandir. Además de explorar y hablar a la gente sobre cómo era el mundo exterior, también eran los encargados de mantener a raya a los extranjeros mediante fantasías inventadas o bien heredadas de los que vinieron antes que ellos.
      Los dardurianos nunca habían sentido curiosidad por explorar mundo; eran gentes de costumbres tradicionales e inamovibles. Para ellos, su tierra era todo lo que necesitaban para vivir. El mero hecho de que se les permitiese la salida a unos cuantos del poblado, era tan solo para asegurarse de que las guerras no llegarían hasta ellos.
      Era una buena estrategia para sobrevivir, aunque siempre había algún desvergonzado que se atrevía a hacer caso omiso de las habladurías y se internaba en el lugar. Los cuentos tradicionales se referían a ellos como el alimento de los seres que por allí pululaban, y en cierto modo no iban desencaminados. Los que lograban cruzar toda la península y llegar hasta el lugar, eran siempre apresados y asesinados por el bien de todos. Sus cadáveres servían de alimento a los árboles de cueva.
      Lyarabiel, como lo había hecho su padre, y su abuelo antes que él, pronto se convertiría en una relatadora más. Había aprendido desde pequeña las historias clásicas que debía seguir contando a lo largo y ancho del mundo, además de haberse inventado ella misma otras tantas. Se le daba bien, de eso no cabía duda. Su predecesor, Nitsaat, estaba próximo ya a retirarse, pues los años que caían sobre él, le impedían ya moverse tanto como antaño. Aparte de él, habían tres relatadores más, que en ese momento estaban viajando por Marlandir: Haadiuk, heredero de la tradición en su familia, Branbrei, quien no podía tener descendencia por una extraña enfermedad y Altuwick, el más mayor de los contadores de historias. En el caso de éste último, corrían los rumores de que había sido asesinado por algún insensato que se había cruzado en su camino en busca de algunas monedas de oro. Respecto a los demás, se sabían que seguían con vidas, al menos así lo afirmaba Nitsaat, aunque sus paraderos resultaban inciertos.
      La muchacha, futura heredera de una tradición ya casi extinta, había recibido la petición por parte de algunos de los suyos de buscarlos mientras realizaba su viaje. Ella había accedido sin reparos. Sabía lo importante que era para los demás. Además, preguntar por ellos no supondría más esfuerzo del que tendría que realizar para cumplir su trabajo. Al fin y al cabo, era tan solo un añadido más en sus aventuras.
      Ella nunca había salido del poblado. Esta sería la primera vez. En el poblado ya se comentaba la noticia de que en pocos días, según las viejas costumbres, se celebraría la ceremonia en la cual su padre, junto a Kahiüra, líder del pueblo, tendría que dar su aprobación y desearle buena suerte en el viaje. Así lo habían hecho desde que tenían memoria, y pese a quedar unos pocos, la tradición aún se mantenía.
     
                                                          * * * *

      Al llegar la mañana que tanto esperaba, Lyarabiel se despertó más pronto de lo habitual. Ese día por fin emprendería su viaje a las tierras del norte, para poder continuar, una generación más, contando historias por el mundo.
      Se aseó y se vistió de forma rudimentaria. La gran túnica del portador de leyendas le sería otorgada al final del día junto con otros atuendos de acuerdo a su nueva posición, así que hasta entonces, usaría sus ropas como si de un día común se tratase.
      Se dirigió a la gran hoguera, que era el sitio destinado para las celebraciones o para los relatos. Estaba vacío. Aún no era el momento de que empezara a ser ocupado.
      — ¿Nerviosa? —Una voz masculina resonó desde su espalda, asustándola.
      La muchacha se dio la vuelta y echó a reír. Quien había pronunciado esas palabras no era más que el propio Kahiüra.
      —Un poco —respondió ella—. Después de tanto tiempo instruyéndome, por fin voy a poder ver con mis propios ojos todo lo que hasta ahora me han contado.
      El líder del pueblo se sentó sobre una de las enormes rocas que servían como asiento y que se repartían de forma circular sobre el emplazamiento.
      —Confieso que siempre me ha parecido extraño el hecho de que la gente sienta curiosidad por algo. Si me pides mi opinión, pienso que en la vida nos hemos de conformar con lo que se nos ha dado.
      Lyarabiel no supo qué decir. La mayoría de dardurianos apreciaba a los relatadores y sus historias, pero no dejaba de mostrarse algo reticente en cuanto a tolerar la curiosidad que a menudo, solía perturbar de forma leve a los más jóvenes.
      —Alguien tiene que velar por el poblado —dijo ella, procurando no ser una deslenguada.
      —Sabia respuesta. Te pareces mucho a tu padre.
      La chica se sonrojó. Que le comparasen con su progenitor era todo un orgullo para ella.
      —Gracias.
      —En fin Lyarabiel, como ya intuyo que sabrás, te daré mi aprobación y mis bendiciones para que puedas marcharte.
      —Te lo agradezco de veras —respondió ella, emocionada.
      —Hasta esta noche, pues —el líder del pueblo se puso en pie y se marchó en dirección al sendero del bosque de piedra, dejando a la muchacha en soledad, embargada por la alegría.

                                                            * * * *

      Al caer la noche, todos los habitantes de Dardurial se reunieron en torno a la gran hoguera. Todos permanecían sentados menos Nitsaat y Kahiüra, quienes estaban de espaldas al fuego que había sido encendido al inicio de la ceremonia. Frente a ellos se extendía un corto pasillo adornado con unas cuantas flores. Y al final de ese pasillo, Lyarabiel aguardaba la señal para caminar.
      Llevando ya como atuendo la túnica ceremonial, dio el primer paso al escuchar la voz de su padre, la cual le pedía que se acercase. Con caminar lento, recorrió la distancia que le separaba de él y se plantó justo delante, con las miradas de los habitantes puestas en ella.
      —Yo, Nitsaat de Arbavra, contador de historias, padre de Lyarabiel y descendiente de Teitbam, hago acto de presencia frente a todos vosotros para dar mi permiso y mis bendiciones a mi hija.
      —Que así sea —Respondieron los demás habitantes al unísono.
      —Yo, Lyarabiel de Arbavra, hija de Nisaat y nieta de Teitbam, os doy las gracias por vuestro permiso y vuestra bendición —dijo, mientras agachaba la cabeza.
      —La luz está en tu camino.
      La muchacha se apartó de su padre y se plantó frente a Kahiüra. Éste sonrió por un instante y luego hablo.
      —Yo, Kahiüra de Rashij, jefe de Dardurial, descendiente de Sretamna, hago acto de presencia frente a todos vosotros para dar mi permiso y mis bendiciones a Lyarabiel de Arbavra.
      —Qué así sea.
      —Yo, Lyarabiel de Arbavra, hija de Nisaat y nieta de Teitbam, os doy las gracias por vuestro permiso y vuestra bendición —volvió a repetir la muchacha.
      —La luz está en tu camino.
      —Desde ahora, sois una relatadora —dijo Kahiüra—. Enhorabuena.
      Ella no pudo contener las lágrimas. La felicidad le embargaba. Desde ese momento, ya podría ver el mundo.
      Esa noche dieron una gran fiesta para celebrarlo. Todos los aldeanos bebieron y comieron hasta reventar y cuando ya no pudieron más, se despidieron de la muchacha y se fueron, sabiendo que a la mañana siguiente ninguno de ellos, incluyendo a su padre, la verían allí.

jueves, 17 de febrero de 2011

La llegada del cazador

Todos los estados agrupados bajo la corona de Rhyirgir ocupaban por completo la zona septentrional de Marlandir, desde la Cordillera Ardiente, que limitaba al norte con el Saliente, tierra en la que se asentaban, custodiados por las Rocas Nocturnas, los hombres de las llanuras; hasta el Bosque de los Mil Caminos, que se extendía por toda la isla hasta llegar al océano. Todos los reinos que se encontraban separados de Rhyirgir y repartidos por aquel bosque habían quedado excluidos de su amplia confederación, y, aunque era común que tanto estos estados como los de Rhyirgir comerciasen entre ellos, Sorgen seguía sin ser un lugar de visitas.
Sorgen, al sur de Terona, era el último lugar habitado de Rhyirgir. Ante los ojos de sus habitantes pasaban de vez en cuando carros repletos de mercancías, las cuales los mercaderes se aventuraban a vender a lo largo de alguno de los caminos del bosque. Y aunque era la puerta de entrada y salida del reino, era un pueblo pequeño. Apenas había más que un grupo de casas diseminadas a ambos lados de un amplio camino de tierra, el cual parecía una prolongación del paisaje que se mostraba más al sur, pues Sorgen era el último pueblo antes del Paso de las Bodegas. Este árido secarral, enmarcado por las enormes montañas de la Sierra de Zaralia, recibió el nombre que ostentaba cuando, durante el último ataque de los hombres de las llanuras, más de cuarenta años atrás, un gran número de contrabandistas de alcohol se escondió allí con sus provisiones. Desde entonces, poca gente más que el habitual puñado de ambiciosos comerciantes se atrevía a enfrentarse con aquel desierto. Incluso muchos de los vendedores preferían el trayecto por mar, alrededor de la isla. Fue precisamente por esos motivos por lo que a todos les sorprendió oír, proveniente del sur, el sonido provocado por los cascos de un caballo sobre la tierra seca.
Cuando la nube de polvo llegó hasta la primera línea de casas, todos en el pueblo sabían que se acercaba un desconocido, y, a las puertas de sus casas, tanto los viejos como los niños de la mermada población de Sorgen alzaban sus cabezas hacia el sur, expectantes.
Apenas tuvieron que esperar unos minutos hasta que el jinete apareció en su campo de visión. Sobre un caballo de aspecto joven y pelaje rojo, el viajero le espoleaba con sus botas, consciente de que el final de aquel desierto se acercaba. Llevaba puesta una gabardina de cuero que parecía de un color similar al pelaje de su montura, y un amplio sombrero de ala ancha, como los que solían llevar los campesinos para protegerse del sol, le ocultaba el rostro. Tanto el caballo como el jinete iban tan cubiertos de polvo que casi parecían del mismo color, aunque, a medida que se acercaban, los vecinos curiosos podían fijarse en más detalles, como que aquel hombre de rostro desconocido era delgado como una vara, y que llevaba, sujeta con los labios, una pipa humeante, fina y tan alargada que sobresalía del ala del sombrero. No parecía un viajero excesivamente llamativo, no más que cualquier otro caballero de armadura poco brillante de los que podían encontrarse en cualquier parte de Marlandir, pero los motivos de la expectación que estaba causando su llegada eran otros. Sorgen era un pueblo de pocas visitas, y aquel hombre era ya el segundo que pasaba por allí aquel día.
Otro viajero, envuelto en una capa gris y con un sombrero de campesino similar, había salido del Paso de las Bodegas aquella misma mañana, y se había hospedado en casa de Oriaga, la única posada del pueblo. ¿Cómo podía esperar Sorgen una nueva visita aquella misma tarde? Los niños seguían mirando a aquel hombre con curiosidad, y algunos incluso reían entre ellos mientras se cuchicheaban bromas sobre aquel tipo, pero el semblante de los ancianos se había tornado negro. Aquellas visitas con cuentagotas estaban teñidas de sospecha.
El jinete condujo al polvoriento corcel hasta el lugar donde el otro visitante se había detenido, las puertas de la posada de Oriaga. Tras echar una fugaz mirada al letrero del establecimiento, se giró hacia el grupo de críos y les llamó con un silbido. Cuando se acercaron, él, con una voz joven, aunque ya algo ronca, dijo.
— ¿Alguno de vosotros quiere ganar una estrella de plata?
Al oír hablar de dinero, los niños comenzaron a gritar “¡Yo!” y a saltar en torno al caballo, pero, a los pocos segundos, el jinete señaló a uno de ellos, un chico espigado, con el rostro lleno de pecas y una mata de pelo pajizo. Al hacerlo, otro más pequeño, pero igual de rubio y de pecoso, se quejó.
— ¡No es justo! —Rezongó, con tono herido—. ¡El de esta mañana también te pagó a ti!
Los labios del jinete, cerrados en torno a la pipa, se curvaron para formar una sonrisa.
—En ese caso tienes razón, no es justo —comentó, acabando con la inminente avalancha de quejas. Sin quitar la vista del pequeño, añadió—. ¿Cómo te llamas?
—Vincet, señor —respondió éste con nerviosismo.
Con un ágil salto, el desconocido se bajó del caballo y le entregó las riendas al chico.
—Ayúdame a meterlo en las cuadras y la estrella de plata será tuya.
— ¡Sí, señor! —Exclamó emocionado, mientras cogía las riendas que él le tendía y se dirigía hacia el establo de la posada, ante las protestas de los demás chicos.
Cuando salieron, la enguantada mano del desconocido se metió en un bolsillo de la gabardina y sacó una moneda de plata, la cual golpeó con el pulgar para lanzársela al niño.
— ¡Gracias! —Dijo Vincet, antes de coger la moneda y echar a correr hacia los demás chicos.
El hombre, por su parte, dirigió los pasos hacia las puertas de la fonda, la casa de Oriaga, la única en todo el pueblo. La madera chirriaba bajo sus pies, el letrero temblaba de forma violenta con cada soplo de aire, amenazando con caerse en cualquier momento, y las puertas chirriaron cuando las abrió. El panorama en el interior no era mucho mejor. La mayor parte de aquel piso, casi tan repleta de polvo como el desierto que acababa de dejar atrás, se encontraba repleta de mesas desde la puerta hasta las escaleras del fondo, las cuales se encontraban, a su vez, casi todas ocupadas por los hombres del pueblo, que bebían en vasos de cerámica y hablaban a viva voz. A su izquierda se encontraba la barra, también ocupada por parroquianos, y atendida por un hombre alto y grueso, que ya peinaba canas tanto en su escasa melena como en su prominente bigote. Sin embargo, cuando abrió las puertas, todas las miradas se posaron en él. Cesaron las voces, las bromas y las risas, y, durante unos segundos, nadie dijo nada.
“Hola, pueblo de Sorgen” pensó satisfecho el visitante, mientras daba una larga calada a su pipa.
Tras espirar un humo de olor dulzón, se dirigió a paso lento hacia la barra, mientras, con su mano derecha, se quitó el sombrero y le dio unos golpes sobre su muslo para sacudirle el polvo. Al hacerlo, todas las pupilas se clavaron en su rostro. Todos los clientes de la taberna se fijaron en su piel tostada por el sol y en la barba que oscurecía sus mejillas, pero aquellos detalles solo sirvieron para que su aparente juventud les sorprendiera aún más. El rostro de aquel hombre era el de un chico que ni siquiera llegaba a la veintena. Éste, mientras tanto, se apartó de la frente los mechones de pelo negro y escrutó el local con unos ojos rasgados y almendrados, los ojos de un extranjero. En una de las mesas, había alguien que no le miraba, un hombre con un sombrero similar al suyo, que no apartaba los ojos de su bebida.
Tras el breve examen, el joven se colocó de nuevo el sombrero y se acercó a la barra. Allí, el camarero le esperaba en silencio.
—Hola —saludó con una sonrisa, sin quitarse la pipa de la boca—. Necesito una cena, algo para quitarme el polvo del camino y una cama.
Los bigotes del posadero se agitaron, como si fuese a escupir algo que tuviera en la boca, pero no sucedió nada. Estaba utilizando el mismo tono amable que había usado con Vincet y los otros críos, pero mientras sus gestos sonreían, sus ojos se posaban en todo lo que aparecía ante ellos. A su izquierda y a su derecha, la clientela de la barra seguía mirándole, mientras que en las mesas los parroquianos volvían gradualmente a su jolgorio habitual.
Al fin, con un tono que recordaba al graznido de un ave de carroña, el camarero habló.
—Unplatodealubias unbarreñoconaguacaliente yunabitación tecostaráncuatro estrellasdeplata —farfulló de forma ininteligible.
El joven tardó unos segundos en entender lo que le había dicho, pero, cuando lo consiguió, sin deshacer su perenne sonrisa, respondió.
—Añada a ese plato de alubias una jarra de cerveza y trato hecho.
Tras asentir con la cabeza, el camarero se alejó, y éste, tras dar una última calada, golpeó un par de veces la cazoleta de la pipa sobre la barra, vaciando su humeante contenido, y, tras guardarla en uno de los bolsillos de su gabardina, arrojó al suelo el cúmulo de cenizas.
Apenas había pasado un par de segundos cuando Oriaga volvió a aparecer con un plato en una mano y una jarra en la otra. Cuando llegó junto a él, éste ya había sacado de su gabardina las cuatro estrellas de plata.
 —Aquí tiene —murmuró, dejando las monedas sobre la barra y recogiendo la cena de las manos del posadero.
La plata había vuelto a suscitar el interés de los parroquianos, que le contemplaron mientras caminaba hacia una mesa. Pero el joven, ajeno a la atención que había recaído sobre él, empezó a comer.
Se llevaba a la boca grandes cucharadas, aunque lo hacía con lentitud, y deteniéndose de vez en cuando para dar largos tragos a su jarra. Las alubias estaban frías y muy especiadas, pero picantes y jugosas, y la cerveza estaba algo aguada, pero no se quejó. Después del viaje a través del Paso de las Bodegas, aquella cena era un banquete.
A medida que sus vasos se vaciaban, el atrevimiento de los hombres iba en aumento, y pronto pasaron de observarle en silencio mientras cuchicheaban sobre él a burlarse a viva voz sobre su apariencia. El otro viajero, por su parte, seguía concentrado en su bebida. Ninguna de las burlas de los parroquianos iba dirigida hacia éste. Él no parecía un niño disfrazado de adulto. Su barba era ya larga, espesa y gris, y sus ojos estaban amarillentos y enmarcados por grandes bolsas. Todo en él era un fiel testimonio del paso del tiempo.
Poco a poco los clientes de Oriaga se iban volviendo más osados, hasta que uno de ellos, un hombre gordo y con sus dos peludas cejas unidas en una sola, avanzó con los brazos en jarras hasta la mesa del joven.
—Eh, niño —le llamó—. Invítanos a un trago.
Aquella vez el otro viajero sí que alzó la vista.
El joven, por su parte, masticó con tranquilidad la cucharada de alubias que se había metido en la boca. Cuando tragó, apuró la jarra de cerveza y dirigió sus ojos rasgados hacia aquel hombre.
—No —fue su única respuesta.
El parroquiano le miró como si hubiese recibido una bofetada, pero, al recuperarse, volvió a insistir.
—Venga, amigo, tú tienes plata, páganos aunque sea una mísera cerveza… ¿O es que tu aya no te deja?
Todo el local estalló en carcajadas, hasta el camarero, con su risa de cuervo, se unió a las burlas, pero el aludido permaneció inalterable.
—Si no te queda dinero para pagarte tus propios tragos —comentó el chico, divertido, cuando cesaron las risas—, quizás hayas bebido demasiado.
Al oír aquella respuesta, el rostro del hombre se encendió.
— ¡Voy a enseñarte modales, niño! —Bramó, mientras se abalanzaba sobre el extraño.
Si el otro viajero, que seguía contemplando la escena, hubiese parpadeado en aquel momento, no habría visto nada. Antes de que aquel tipo pudiera ponerle las manos encima, el chico se revolvió, cogió una de ellas y se la retorció a la espalda, a la vez que le empujó sobre la mesa. El parroquiano intentó revolverse, pero el joven le tenía bien sujeto. A su alrededor, los demás clientes contemplaban sorprendidos la situación. Ninguno de ellos se movió para ayudar a su convecino.
—Por si decides volver a atacarme —murmuró el viajero, muy cerca del oído de su presa—. No es plata el único metal que llevo encima —y, mientras dijo eso, se apartó con la mano libre la gabardina, permitiendo al atacante, y al resto del bar, ver la espada que colgaba en su cinto—. ¿Ha quedado claro?
—S… sí… suéltame por favor —balbuceó.
—Como quieras.
Al ser liberado, el hombre se incorporó con rapidez y se frotó el brazo apresado.
—Oye —añadió el joven, que ya había vuelto a ocupar su asiento—, ya he acabado mi cerveza… ¿Me invitas a otra?
—S… s… sí —exclamó.
Mientras el parroquiano se alejaba, por primera vez, la mirada de los dos viajeros se cruzó.

* * * *

En Sorgen no había demasiados callejones, ni recovecos en los que esconderse, ni habitantes suficientes como para no conocerse entre ellos. En realidad no había más que dos filas de casas y la fonda, la de Oriaga, la única en todo el pueblo. Precisamente por ese motivo, cualquiera que hubiese estado despierto en medio de la noche, habría podido deducir lo que pasaba cuando, tras varias horas a oscuras, la temblorosa luz de una vela volvió a salir del interior de las cuadras de la posada.
Los caballos comenzaban a bufar nerviosos, mientras la luz se abría paso por las caballerizas, y, aunque quien la portaba procuraba no hacer ruido, no podía controlar el sonido de la paja al ceder bajo sus pies.
—No es muy recomendable entrar con una vela en un lugar así —dijo una voz desde la puerta.
Una vez más, la mirada de los dos viajeros se volvió a encontrar. Uno, viejo y cansado, con la vela en una mano y las riendas de su caballo en la otra; el otro, joven y erguido, mirándole desde la puerta.
— ¿Que quieres? —le espetó.
Por toda respuesta, el joven se apartó del hueco de la entrada.
—Ya veo —murmuró el viejo con amargura.
Tras apagar la vela de un soplido y soltar las riendas, echó a andar hacia la puerta. Al llegar, se detuvo unos instantes, con su cara a escasos centímetros de la del joven. Sus labios se abrieron en medio de su barba gris para decir algo, pero ningún sonido salió de su boca. En lugar de hablar, salió al exterior.
— ¿Sabes algo? —Comentó una vez fuera, sin mirar al joven, que caminaba a su lado—. Los caminos del bosque parecen laberintos para quien lo cruza por primera vez, pero es solo una impresión. Cualquiera en Rhyirgir que no haya cruzado nunca el Paso tendrá la impresión de que va a perderse en cuanto ponga un pie en el bosque… pero no es así. Toda senda en ese lugar conduce a alguna parte.
» Sé por qué has venido, y sé quién te envía. Cuando te vi entrar en el bar pensé que la Orden me subestimaba, pero, cuando redujiste a ese borracho… solo un cazador podría moverse tan condenadamente rápido.
— ¿Por eso huías? ¿Pensabas seguir con este viaje? —Le interrumpió el joven. Desde que había comenzado su discurso, era la primera vez que intervenía, pero no había ironía en su voz, solo curiosidad.
Éste se echó a reír entre dientes.
—Sí… y no… ya soy viejo para esto —respondió—. Para mí solo eres uno más, un miembro más de la Orden de los Cazadores que engrosará la lista de fallecidos bajo mi espada. Pero ya estoy cansado… este es un lugar horrible para morir, o para matar. Ni siquiera hay una jodida sombra bajo la que caer muerto. Apuesto a que ni siquiera te enterrarán… simplemente dejarán que te pudras como el maldito cazador bastardo de mil mendigos que eres. Ni siquiera saben tu nombre… ni yo… y tampoco me interesa. Ni siquiera me interesa…
Las palabras salían de su boca con una endiablada y febril rapidez, como si no quisiera que quedara dentro de él ni un solo pensamiento. Pero el joven no pensaba torturarle.
Ambos se situaron en el centro de la calle, uno frente a otro, joven frente a viejo, ojos rasgados frente a ojos amarillentos, cazador frente a presa. Las manos enguantadas del chico volaron por su gabardina, la cual se abrió, mostrando al viejo una vez más su espada. La espada de un cazador. Frente a él, a apenas cinco metros, el viejo echaba hacia atrás su capa con igual velocidad, mostrando su espada. La espada de un asesino de cazadores.
Sus manos acariciaban sus respectivas empuñaduras, preparadas para el movimiento del contrario, mientras que, intrigados por el ruido de su conversación, algunos de los vecinos se habían asomado por sus respectivas ventanas, portando velas como la que el viejo acababa de apagar.
La tensión les rodeaba, a punto de romperse en el primer movimiento, cuya espera alargaba los segundos hasta convertirlos en horas, días, años o eones, sabedores los dos rivales de que iban a ser los últimos de uno de ellos.
Fue el viejo quien hizo el primer movimiento.
Desenfundó su espada con rapidez y echó a correr hacia el joven a toda velocidad. Por su parte, el chico sacó su arma y aguardó. Cuando faltaban pocos segundos para que se le echara encima, la sangre se agolpaba en sus oídos, haciendo que no pudiera oír nada más que sus propias pulsaciones. Inmóvil, vio cómo el viejo daba el salto, tensaba los músculos de sus brazos y alzaba su arma, dispuesto a partirle en dos.
Solo necesitó moverse una vez.
Flexionó las rodillas, se inclinó a la derecha y rodó, mientras la hoja de la espada de su rival se hundía en la tierra, y entonces, describiendo un arco con sus brazos, hundió el arma en su estómago.
— ¡Ah!
Aquello fue lo último que el viejo pudo decir antes de que un hilillo de sangre brotara de su boca y comenzara a rodar por su mandíbula. Apoyado en su espada, la cual aún seguía clavada en el suelo, se dejó caer con suavidad. Alrededor del moribundo, el pueblo se había convertido en un silencioso borrón.
—Es un lugar horrible para morir… —volvió a susurrar el viejo, antes de desplomarse definitivamente, como una muñeca de trapo.
El joven se encontraba inclinado ante él, contemplando de cerca su inmolación.
—No te preocupes —susurró él también—. Yo también pienso seguir hasta Valassar… y, por cierto —añadió, poniéndose en pie—. Por si has cambiado de opinión, mi nombre es Asari.

jueves, 10 de febrero de 2011

La agonía del condenado

Voces. Gritos.
Aquellos ruidos trajeron lentamente a la realidad al maltrecho guerrero, quien poco a poco abrió sus ojos mientras tomaba el control sobre su cuerpo. Le dolían todos los huesos.
De fondo, y de manera cada vez más clara, le llegaron los gritos agónicos de las gentes, hombres y mujeres suplicando por sus vidas mientras el olor a carne quemada rezumaba en el ambiente.
Pronto cayó en la cuenta de que él era también un prisionero. En un intento de moverse comprobó, además de las cadenas que había visto con sus propios ojos, que el origen del dolor se debía a las múltiples fracturas que presentaban sus piernas y brazos, así como el abdomen y otras partes del cuerpo.
Presa del pánico quiso gritar, pero un sonido seco se ahogó en su garganta. Con ello, vino el dolor. Su mandíbula también estaba rota.
En un vano intento de controlarse y pensar con lógica, oteó a su alrededor en busca del motivo que le había llevado a estar ahí. Lo último que recordaba era haber perdido la consciencia durante la batalla de las Rocas Nocturnas. Y si estaba ahora ahí era porque habían caído, de eso estaba seguro. ¿Era ahora un prisionero de los hombres de las llanuras? Aquella sensación le estremeció lo suficiente como para intentar hacer un inútil movimiento de zafe, obteniendo un agudo dolor proveniente de sus destrozadas extremidades como respuesta.
Bajo la desesperación de aquel que está seguro, sin ninguna prueba, de que va a morir allí mismo, contempló cómo los hombres contra los que había luchado, aunque no tenía nada claro cuándo había ocurrido, se detenían y le observaban fugazmente con curiosidad.  Luego, donde quiera que se dirigiesen, siguieron su camino y le dejaron nuevamente en soledad. Pero, ¿Realmente estaba solo? Desde donde estaba no podía ver nada más que la entrada. Todo su cuerpo, aparte de herido, estaba inmovilizado, de modo que no alcanzaba a vislumbrar más que lo que la puerta de la habitación en la que supuso que estaba le dejaba ver. ¿Habría más gente con él allí? La duda le carcomió. Intento nuevamente lanzar un alarido, pero nada salió. En ese momento supo que de un modo u otro se había quedado sin habla.
Había sido entrenado desde pequeño para luchar y defender con su vida las Rocas Nocturnas, pero no había sido entrenado para el sufrimiento. Y mientras pensaba en ello, una nueva oleada de gritos retumbó por toda la estancia. Esta vez, provenían de más cerca.
Era un niño quien había gritado instantes atrás. Luego se hizo el silencio. El terror se apoderó de Ahbna, quien, pese a no poder mover casi su cuerpo, lo intentó con toda su alma. Pero sus extremidades le respondieron con un dolor agudo que le hizo derrumbarse ante el miedo y la frustración. Entonces, sin darse cuenta, notó dos lágrimas resbalando por sus mejillas. Era un guerrero, sí, pero era humano, y como tal, no quería morir.
Entonces abrió los ojos de par en par. La batalla le vino a la mente otra vez de forma más breve y fugaz, pero fue suficiente para hacerle pensar en un detalle importante. ¿Y su familia? ¿Y sus amigos? ¿Les habrían matado a ellos también? En el fondo deseaba que hubiesen huido hacia el sur en busca de ayuda, pero lo creyó poco probable. Y eso lo entristeció más. La tristeza de alguien embargado por el odio y por la desesperación.
Maldijo con todo su ser a aquellos magos indeseables. Les deseo maldiciones suficientes como para que durasen a través de las generaciones venideras. ¿Por qué habían hecho todo esto? ¿Por qué existían esos malditos hombres de las llanuras? ¿Quiénes eran?
Ninguna de esas preguntas pudo ser contestada. Pronto, tres hombres con aspecto de ermitaños y mirada sin expresión se adentraron en la habitación donde estaba él. Supo que iba a morir allí mismo.
Uno de los hombres murmuró algo a otro de los suyos. Era una voz incomprensible, arcaica pero suave y melodiosa. Una melodía que heló de terror al guerrero. Bajo aquella capa de dulce armonía se escondían unos ojos impasibles, mensajeros de tragedia y de muerte.
Uno de los tres sujetos se acercó hasta donde estaba Ahbna. Éste intento chillar, patalear, gritar y hacer y decir una decena de cosas al mismo tiempo, pero de nada le sirvió. El extraño le sujetó la cabeza y le hizo mirar firmemente a sus ojos. Y allí lo vio.
Vio el mismo infierno en esas dos pupilas grises que le miraban fijamente. Vio siglos de sufrimiento y terror en aquellos ojos. Vio la locura, el horror, la tragedia, todos y cada uno de los sentimientos de la oscura alma que se cernió sobre él.
Finalmente, sus ojos quedaron en blanco, junto con su cuerpo inerte. Bajo el poder de la magia oscura, Ahbna murió a mano de uno de los hombres de las llanuras.

martes, 1 de febrero de 2011

El aire que mece las hojas muertas

Llegó un momento en el que no pudieron beber más agua.
Tras pasar la noche en aquella casa y reponer fuerzas, el brillo que desprendía el horizonte tras ellos les alertó de que debían continuar. Antes de salir, no obstante, Matrynn se aseguró de que no quedaba agua en todo el pueblo.
Encontraron cuatro enormes odres en una de las casas, mucho más grandes que los que llevaban colgando del cinto, y, tras deshacerse de éstos, llenaron los que acababan de encontrar con tanta agua como cupo en su interior. Toda la que no pudieron portar o beber, la tiraron en plena calle.
—Es un desperdicio —murmuró Zybar de forma lastimera, mientras volcaba un cubo a la puerta de una casa.
—No podemos hacer otra cosa —explicó Matrynn—. Si nos persiguen, cuanto más difícil se lo pongamos, más posibilidades tenemos de escapar.
Sin embargo, mientras veía cómo el agua empapaba las rocas, casi podía sentir cómo su ánimo se filtraba por el suelo junto al contenido de los cubos.
Salieron antes de que amaneciera, portando dos odres respectivamente. Los llevaban colgados a la espalda, pero, aparte de sus armas, no cargaban con ningún otro peso más. Hicieron lo que se habían resistido hacer antes de llegar al pueblo: dejar atrás sus cotas de malla. Ni siquiera llevaban demasiadas provisiones. El único alimento que habían encontrado eran unos botes repletos de tiras de cecina, probablemente de caballo.
—Seguramente estuviesen a punto de recibir provisiones —razonó Matrynn, cuando vio los botes.
—No creo —respondió Zybar, que, junto con las fuerzas, estaba recuperando su astucia—. No hay rastro alguno de lucha. Lo más probable es que hayan huido y se hayan llevado consigo tantas provisiones como fueron capaces de acarrear.
Tanto se convencieron de aquella hipótesis que durante los siguientes días de marcha ambos escudriñaban el horizonte constantemente, en busca de siluetas en movimiento. Aun así, lo único que alcanzaron a ver fueron rocas. Rocas secas, cubiertas de musgo, con raíces muertas, rocas resquebrajadas en las que se había instalado alguna alimaña...
Ya no estaban deshidratados, y las tiras de carne conseguían mitigar el hambre, pero el viaje estaba resultando infernal. Durante el día, los odres se convertían en un lastre más pesado de lo que Matrynn había imaginado, y a cada paso que daba parecían cada vez más cargados de piedras que de agua. Durante la noche, seguían asediándole las pesadillas sobre el ataque. Filas y filas de hombres y mujeres envueltos en llamas que hacían estallar todo a su paso avanzaban hacia él, y los mandobles y estocadas que daba para defenderse de ellos se volvían vacuos frente a la inmensidad de su poder. Cuando le acorralaban por completo, uno de ellos extendía la mano hacia su cara, mientras Matrynn trataba en vano de cortarle la mano con su espada, pero al final la mano le alcanzaba, y todo se volvía rojo de forma súbita. Aquel sueño se había convertido en una pesadilla recurrente, y todas las noches acababa despertándose de golpe, sudando y luchando por respirar, como si hubiera estado corriendo por toda la cordillera.
Por su parte, el aspecto de Zybar le daba a entender que él también era presa de sueños similares.
Al cabo de tres días, la monotonía de las rocas comenzó a romperse, y empezaron a aparecer indicios de un terreno más boscoso, señal de su descenso. Sin embargo, aquella evidencia de su avance tenía un sabor amargo, pues, al echar un trago de agua, Matrynn captó un extraño olor proveniente del odre.
—Zybar —llamó con la voz ligeramente temblorosa—. Déjame uno de tus odres.
En silencio, su compañero le tendió uno de los pellejos, y Matrynn se apresuró a abrirlo. Nada más acercárselo a la nariz, sus dudas se despejaron.
—El agua se está pudriendo, no creo que podamos seguir bebiendo durante mucho más tiempo.
Zybar, que se había esforzado por olvidar la debilidad que le había provocado estar al borde de la muerte por deshidratación y agotamiento, lanzaba rápidas miradas del odre a la cara de Matrynn, mientras sus labios temblaban, en un intento por decir algo, pero las palabras no llegaron a salir de su boca.
Durante su larga incursión en el bosque que nacía a su alrededor, trataron de aguantar todo lo posible con los odres a su espalda, pero las proféticas palabras de Matrynn acabaron por cumplirse, y el olor y el sabor a podrido del agua se hicieron tan evidentes que no tuvieron más remedio que tirar los odres a una grieta entre dos rocas.
— ¿No deberíamos quedarnos al menos con uno? —Preguntó Zybar antes de tirar los suyos—. Ya sabes… por si encontramos más agua.
—Hasta estando vacío, solamente nos retrasaría —respondió, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad—. Si encontramos agua, la beberemos allí mismo.
Pero, por más que avanzaban, el agua no aparecía. Mientras los árboles mostraban cada vez mayor tamaño a su alrededor, la debilidad de los días pasados se volvió a instalar como compañera de viaje. Pronto, las sombras de los árboles empezaron a tomar formas desconcertantes mientras les envolvían. Aún no habían descendido lo suficiente como para que la temperatura fuese calurosa, pero a pesar de ello sudaban tanto que las almillas grises de la guardia de las Rocas Nocturnas que aún llevaban puestas se pegaban a su piel. Colgada de su cinto, la espada de Matrynn se había vuelto tan pesada como una viga. Era el único peso que llevaba aparte de sus vestiduras, pero su carga comenzaba a volverse insoportable. Por si fuera poco, los constantes ruidos de insectos y alimañas les acompañaban durante día y noche, acentuando la debilidad mental y física provocada por la deshidratación.
Sin embargo, algo era distinto en aquella ocasión. Aquella vez estaban rodeados de vida. Aunque el esfuerzo supuso un mayor desgaste, durante un par de noches tras su entrada en el bosque pudieron apresar a varios roedores, despellejarlos con sus armas y comérselos. Habían administrado la cecina de forma que aún conservaban varias tiras, pero no habían tenido una comida de verdad desde la noche de la batalla, y aquellos roedores asados en una hoguera fueron lo más parecido que pudieron conseguir. Todo el camino había sido una sucesión de días al borde del abismo. En cambio, en aquel bosque, la vitalidad que impregnaba cada brizna de hierba y cada animal con el que se cruzaban solo podía significar una cosa: había agua cerca, agua libre de veneno.
—Matrynn —le llamó una noche Zybar, a su lado—. ¿Habrá más supervivientes?
La respuesta a aquella pregunta parecía mucho más evidente de lo que ninguno de los dos estaba dispuesto a reconocer. ¿No habrían encontrado a alguien durante sus jornadas de viaje si hubiese algún superviviente? Por otro lado, la Cordillera Ardiente era muy extensa, y, de haber supervivientes, podrían haber seguido cualquier otro camino. Pero de inmediato cayó en la cuenta de que tampoco habían encontrado ningún cadáver. No había una sola señal de si había alguien más o no.
Tras una larga pausa, no tuvo más remedio que responder.
—No lo sé, Zybar… no tengo ni idea.
Al llegar la mañana siguiente, apenas podía mantener los ojos abiertos. Cuando lo conseguía, las sombras de los árboles parecían burlarse de él, pero cuando avanzaba a ciegas, los sonidos de los insectos se tornaban carcajadas. No obstante, sus esperanzas empezaron a verse colmadas. El primer indicio de esto llegó directamente a sus oídos: una corriente de agua que salpicaba las rocas.
— ¿Oyes eso, Zybar? —Preguntó, despejándose por completo.
Zybar no contestó, pero, por su mirada, era evidente que también lo había oído.
Siguieron avanzando a mayor velocidad, ignorando las quejas de sus músculos adoloridos, hasta que el fluir del arroyo se escuchó con mayor fuerza. Entonces llegó el olor a hierba mojada. Jamás habían visto más vegetación que la que se extendía ante sus ojos durante los turnos de vigilancia en los balcones de las Rocas Nocturnas, pero Matrynn era plenamente consciente de que la que tenía ante sí en aquel momento contenía una frescura reverberante.
Y, al fin, la culminación de sus esperanzas se manifestó ante sus ojos cuando, al pasar unos arbustos, se encontraron con un amplio arroyo a tan solo un palmo de distancia.
—No me lo creo —murmuró anonadado Zybar.
Pero, a pesar de su emoción, ninguno de los dos se atrevía a acercarse más al agua. Aún estaba fresco en su memoria el recuerdo de la Tela de Araña. Ya habían pasado casi dos semanas desde entonces, pero, después de haber visto algo semejante, no había precauciones innecesarias.
Con el agua corriendo ante su mirada, Matrynn se sentía como un niño hambriento que contemplaba el plato más suculento que había visto en su vida, pero era incapaz de alcanzarlo. Sus vidriosos ojos se posaron en varias hojas muertas a sus pies, recuerdo del otoño que comenzaban a dejar atrás, y contempló cómo el aire de la montaña las levantaba y las mecía con suavidad. Si el agua resultaba estar envenenada, cualquier esperanza de sobrevivir a aquel viaje sería arrastrada por el viento con la misma facilidad. Aún indeciso, observó la trayectoria de las hojas, que iban a posarse sobre la superficie del riachuelo, para acabar arrastradas por la corriente con la misma rapidez con la que habían sido levantadas por el aire. Sin embargo, vio algo más. A tan solo unos centímetros de la superficie, un banco de diminutos peces surcaba el río corriente abajo. Al encontrarse con ellos, no pudo evitar que una risa escapara de su boca.
A su lado Zybar le miró como si hubiese perdido el juicio definitivamente, pero, al ver la trayectoria de su mirada y encontrarse con los peces, su risa no tardó en acompañar a la de Matrynn. Apenas unos segundos después, ambos reían a carcajadas, mientras se zambullían en el arroyo como si hubiesen encontrado el tesoro más valioso de todo Marlandir.
—Por fin… —musitó Zybar, antes de formar un cuenco con sus manos y llevarse tanta agua como pudo a la boca.
Durante unos segundos, ambos se miraron, empapados y sonrientes, y Matrynn recordó que solamente habían encontrado agua, y eso no significaba ni por asomo que ya estuviesen a salvo.
—Seguiremos río abajo —sentenció—. Tarde o temprano, el agua nos llevará hasta alguien.
No hubo respuesta por parte de su compañero de viaje, pero él tampoco la esperaba, pues, nada más pronunciar aquellas palabras, sumergió la cabeza una vez más en el riachuelo y tragó tanta agua como pudo. Al fin y al cabo, por el momento, y mientras siguieran con vida, sí que había supervivientes.