viernes, 21 de enero de 2011

Susurros

La princesa Ïlema llevaba toda la tarde frente a la ventana de su habitación, con la vista perdida en el horizonte.
“Qué habrá realmente al otro lado” pensaba de forma fugaz cada cierto tiempo, sin poder apartar la mirada. Cuando la asaltaban aquellos pensamientos, aguzaba aún más la vista, y escudriñaba con atención el camino del norte.
Todavía recordaba la reunión en el salón del trono, y, cada vez que acudía a su memoria la visión de su padre, presidiendo el concilio, sin siquiera alzar la cabeza para mirar a sus consejeros, sentía cómo la desazón le asediaba. ¿Acaso el soberano de Rhyirgir se había convertido en un pelele, mecido constantemente en las manos de sus súbditos? Sin embargo, aquella pregunta solo servía para inquietarla más todavía. Después de todo, ¿No había sido ella misma la que se había decantado a favor de Lord Rähl?
“Era inevitable” se dijo mentalmente.
A pesar de todo, seguía sin estar del todo convencida de aquella teoría. Ni siquiera sabía hasta qué punto podía confiar en Rähl, pero, en ese caso, ¿Por qué le había otorgado su confianza? La última vez que algo similar había ocurrido, había sido veinte años antes de su propio nacimiento, y su padre era joven por aquel entonces. En aquel momento, no obstante, gran parte de la energía que pudo haber tenido en aquellos días lejanos, se había esfumado con el paso de los años. Y aun así no sabía qué era mejor, si dejarse guiar por un anciano, tan lleno de recuerdos como de remordimientos, o confiar en el joven consejero.
De pronto, el sonido de unos nudillos golpeando su puerta la distrajo. Al volver la vista, se encontró con la indescifrable y negra mirada de Lord Rähl.
— ¿Qué has venido a hacer aquí? —Preguntó con frialdad, mientras examinaba su rostro, desde su lisa melena castaña, que caía sobre sus delgados hombros, hasta sus pálidos y afilados rasgos.
El gesto de Rähl no se alteró ante aquel trato, y sus ojos siguieron clavados en ella, también imperturbables. Aquella actitud hizo que Ïlema volviese la vista hacia la ventana de nuevo, en un intento de escapar de su mirada.
—Solo quería verte —respondió éste, al cabo de unos segundos.
—Pues ya lo has hecho —dijo ella a su vez, de forma tajante.
Sin embargo, en lugar de irse, el joven consejero entró en la habitación, cerrando la puerta tras él. Ella no le vio hacerlo, pero notó perfectamente cómo se situaba tras ella, a apenas unos centímetros. Notó su respiración en la coronilla, y sobre la piel de su hombro. Notó su olor, suave y a la vez penetrante. Y notó sus dedos, acariciando lentamente su brazo izquierdo, haciendo que sintiera un intenso escalofrío que trató de disimular en vano.
— ¿Qué has venido a hacer aquí? —Volvió a preguntar, con más debilidad en aquella ocasión.
—Ya te lo he dicho, solo quería verte —respondió la voz de Rähl sobre su oído.
Ïlema, tras un nuevo escalofrío, se recompuso y se giró para darle una respuesta airada, pero, al darse la vuelta, se encontró mirando fijamente el pecho del joven, cubierto por una fina camisa de seda verde.
Lentamente, sus ojos treparon por aquel fino pecho, en dirección a los de Lord Rähl, pero, al llegar a sus finos labios, fue incapaz de subir más. Gradualmente se fueron acercando, hasta acabar fundidos en un largo beso.
“¿Por qué siempre me pasa lo mismo?”

—Tu intervención durante el concilio fue determinante —susurró el joven, mientras acariciaba la rubia y ondulada cabellera de Ïlema.
El cielo ya estaba oscuro, pero Lord Rähl permanecía en la cama, con la cabeza de la princesa apoyada sobre su pecho. Seguían bajo las sábanas, y su ropa seguía esparcida por la habitación. Por suerte, nadie entraba jamás allí sin el permiso de la joven. No quería ni siquiera pensar en lo que pasaría si su padre les descubría en aquella posición.
—Lo sé —respondió Ïlema al fin—. Pero me gustaría saber algo… ¿Cuál es el verdadero motivo del ataque de los hombres de las llanuras?
Durante los breves instantes que tardó en contestar, la joven contuvo el aliento, a la espera de algún dato, como mínimo, ligeramente revelador, pero la respuesta volvió a decepcionarla.
—No lo sé.
— ¿Pero qué opinas? —Insistió, incansable.
—Sabes perfectamente lo que opino —respondió, no sin cierto hastío—. Nadie conoce bien a los hombres de las llanuras. Ha pasado tanto tiempo que todos creen que son unos bárbaros estúpidos que solo saben matar, pero no es así. Si, después de tanto tiempo, han atacado, tiene que ser por una razón importante.
 “Siempre igual” pensó con fastidio, pero se negó a expresarlo en voz alta.
No sabía qué motivos la llevaban a perder el control con él, pero cuando volvía a ser dueña de sí misma, le costaba ignorar las sensaciones que la invadían. Podía llegar a odiarse a sí misma, a sentirse más sucia que nunca, pero, al mismo tiempo, deseaba más. Y aun así, por encima de todo, estaba la frustración de sentirse un juguete en manos del consejero.
Sin embargo, aquel día no se iba a contentar con las esquivas respuestas de su amante.
— ¿Qué sabes de los hombres de las llanuras?
Rähl solía guardar silencio durante unos breves momentos, antes de dar una respuesta, pero, aquella vez, notó perfectamente cómo su respiración se agitaba. Ella, por su parte, clavó la mirada en las blancas sábanas de seda, a la espera de su respuesta.
—No demasiado —dijo finalmente—. Solo lo que he leído.
— ¿Y qué has leído?
La incomodidad del joven era evidente, pero éste no hizo nada por zanjar la conversación.
—Que durante generaciones han habitado los bosques al otro lado de la cordillera Ardiente, y los hombres de las Rocas Nocturnas han sido los encargados de contenerles.
—En ese caso —le interrumpió la princesa—. ¿Cómo han podido fallar esta vez?
—Ha pasado mucho tiempo. Lo más probable es que, de no haber tenido que vigilar todas las noches, se habrían llegado a olvidar de su existencia.
— ¿Y si han estado esperando precisamente a que todo Rhyirgir se olvidase de ellos? ¿Y si ya es demasiado tarde para hacer algo?
Aquellas preguntas iban cargadas de temor, pero, en realidad, eso era lo que Ïlema pretendía exactamente. Siempre había sabido que, si actuaba tal y como se esperaba de ella, si se comportaba como una joven delicada y temerosa, a la espera de que su padre o alguno de sus consejeros la tomara bajo su ala, podía hacer que se mostraran imprudentemente confiados. A pesar de todo, no estaba segura de si sería capaz de engañar a Lord Rähl con aquella actitud.
Sin embargo, la respuesta de éste despejó todas sus dudas.
—En el pasado, los hijos de la Mano nos prestaron su ayuda —la joven tuvo que contener las ganas de decirle que aquello no era ningún secreto, pero aquello podía hacer que los recelos del joven volviesen a aflorar, así que esperó pacientemente—. Los consejeros del rey parecen haberlo olvidado. Y no quisiera parecer demasiado atrevido, pero el rey también parece haberlo hecho. Enviar mensajeros a los reinos de Rhyirgir no va a servir de nada.
— ¿Quieres decir que no aceptarán unirse?
—Quiero decir que, aunque lo hicieran, su ayuda sería en vano —respondió, con cierto ímpetu. Al parecer, saberse en libertad para dar su opinión claramente estaba avivando sus ganas de seguir hablando—. Los hombres de las llanuras tienen un poder que la mayoría desconoce, y quienes lo conocen parecen no tenerlo presente. Sabes perfectamente cuál fue la información que han traído los mensajeros desde las montañas Ardientes.
—El fuego se ha apagado —dijo con voz queda, reproduciendo las palabras del mensajero.
—No solo eso —explicó Rähl—. Estaban matando a todos los supervivientes, no ha quedado una sola casa en pie. Su poder lo ha quemado todo.
— ¿Quemado? —Le interrumpió Ïlema, sorprendida.
De nuevo, con la cabeza apoyada en su pecho, notó cómo se le volvía a cortar la respiración. En su propio ánimo, se le había escapado algo. Algo que ninguno de los mensajeros había dicho durante las reuniones.
—Sí, es así como actúan —se apresuró a contestar, en un susurro—. Se dice que avanzan en plena noche, con sus manos cubiertas por las llamas, y, desde los puestos de vigilancia, los soldados ven cómo una larga fila de llamas se dirige serpenteando hacia ellos.
El hecho de imaginarse una serpiente de fuego avanzando hacia el palacio de Valassar hizo que la princesa tuviese que reprimir un escalofrío de terror. Sin embargo, no tardó en sobreponerse. Había sacado más de lo que esperaba de aquella conversación. Incluso, si los mensajeros volvían a presentarse con malas noticias, podría utilizar lo que había descubierto para ayudar a su padre. Y aunque estaba convencida de que el rey preguntaría de dónde había sacado la información, podría inventarse algo.
Sumergida en aquellos pensamientos, se recostó sobre el pecho del consejero, y, aprovechando que no podía ver su rostro, esbozó una sonrisa.

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