domingo, 27 de febrero de 2011

El inicio del camino

       Dardurial. Un remoto pueblo perdido en los confines de la península del sur. Región de demonios y brujos, tierra sin vida.  Las puertas del infierno lo llaman algunos. Pocos aventureros se atreven a llegar hasta allí, y quienes lo hacen, nunca regresan.

      Desde tiempos inmemoriales, a los extranjeros se les había contado cientos de historias como esa sobre la ciudad, que relataban toda clase de leyendas acerca del origen de la misma y sobre los seres que la habitaban. Eran cuentos bien elaborados para inspirar temor y asegurarse de que ninguno se atreviese a pisar por allí. Y hasta aquel momento había funcionado.
      Rodeados por un extenso bosque de piedra, legado, según la tradición, de las antiguas guerras con los magos, los dardurianos convivían entre ellos de un modo más o menos civilizado. Eran gentes toscas pero bastante pacíficas, tan listos como la más hábil de las ratas. En su mayoría la población estaba compuesta por los llamados recolectores de las cavernas: hombres y mujeres dedicados gran parte de su vida al cultivo y la crianza de los Prylatopis, o como se les llamaba comúnmente, árbol de cueva.
      Los árboles de cueva eran el único alimento de la población. Mitad planta, mitad animal, estos seres se desarrollaban en la tierra húmeda del interior de los laberintos de Dardurial. Eran bastante sabrosos y su método de subsistencia mezclaba la absorción del aire con los pequeños insectos de los que se alimentaba, entre otras cosas.
      Lo cierto era que nadie lograba comprender muy bien cómo hacía para subsistir; allí no había nadie lo suficientemente inteligente como para averiguarlo. No obstante, de lo que podían estar seguros era que con el método que mantenían para trabajar, consistente en comerse solo a las crías, tendrían para bastante tiempo, puesto que cada animal-planta podía llegar al siglo si las condiciones eran óptimas.
      Sin embargo, no todos en la ciudad se dedicaban a ello. Habían unos pocos que lo hacían de otras maneras: bien mezclando elementos de la tierra para obtener diversos mejunjes que calificaban de milagrosos, o bien entreteniendo a la gente con las historias que contaban de los pocos viajes que hacían al año.
      En el caso de Lyarabiel, ella era hija y nieta de relatadores. Los contadores de historias, como también se les llamaban, eran muy pocos y pasaban la mayor parte del tiempo viajando por Marlandir. Además de explorar y hablar a la gente sobre cómo era el mundo exterior, también eran los encargados de mantener a raya a los extranjeros mediante fantasías inventadas o bien heredadas de los que vinieron antes que ellos.
      Los dardurianos nunca habían sentido curiosidad por explorar mundo; eran gentes de costumbres tradicionales e inamovibles. Para ellos, su tierra era todo lo que necesitaban para vivir. El mero hecho de que se les permitiese la salida a unos cuantos del poblado, era tan solo para asegurarse de que las guerras no llegarían hasta ellos.
      Era una buena estrategia para sobrevivir, aunque siempre había algún desvergonzado que se atrevía a hacer caso omiso de las habladurías y se internaba en el lugar. Los cuentos tradicionales se referían a ellos como el alimento de los seres que por allí pululaban, y en cierto modo no iban desencaminados. Los que lograban cruzar toda la península y llegar hasta el lugar, eran siempre apresados y asesinados por el bien de todos. Sus cadáveres servían de alimento a los árboles de cueva.
      Lyarabiel, como lo había hecho su padre, y su abuelo antes que él, pronto se convertiría en una relatadora más. Había aprendido desde pequeña las historias clásicas que debía seguir contando a lo largo y ancho del mundo, además de haberse inventado ella misma otras tantas. Se le daba bien, de eso no cabía duda. Su predecesor, Nitsaat, estaba próximo ya a retirarse, pues los años que caían sobre él, le impedían ya moverse tanto como antaño. Aparte de él, habían tres relatadores más, que en ese momento estaban viajando por Marlandir: Haadiuk, heredero de la tradición en su familia, Branbrei, quien no podía tener descendencia por una extraña enfermedad y Altuwick, el más mayor de los contadores de historias. En el caso de éste último, corrían los rumores de que había sido asesinado por algún insensato que se había cruzado en su camino en busca de algunas monedas de oro. Respecto a los demás, se sabían que seguían con vidas, al menos así lo afirmaba Nitsaat, aunque sus paraderos resultaban inciertos.
      La muchacha, futura heredera de una tradición ya casi extinta, había recibido la petición por parte de algunos de los suyos de buscarlos mientras realizaba su viaje. Ella había accedido sin reparos. Sabía lo importante que era para los demás. Además, preguntar por ellos no supondría más esfuerzo del que tendría que realizar para cumplir su trabajo. Al fin y al cabo, era tan solo un añadido más en sus aventuras.
      Ella nunca había salido del poblado. Esta sería la primera vez. En el poblado ya se comentaba la noticia de que en pocos días, según las viejas costumbres, se celebraría la ceremonia en la cual su padre, junto a Kahiüra, líder del pueblo, tendría que dar su aprobación y desearle buena suerte en el viaje. Así lo habían hecho desde que tenían memoria, y pese a quedar unos pocos, la tradición aún se mantenía.
     
                                                          * * * *

      Al llegar la mañana que tanto esperaba, Lyarabiel se despertó más pronto de lo habitual. Ese día por fin emprendería su viaje a las tierras del norte, para poder continuar, una generación más, contando historias por el mundo.
      Se aseó y se vistió de forma rudimentaria. La gran túnica del portador de leyendas le sería otorgada al final del día junto con otros atuendos de acuerdo a su nueva posición, así que hasta entonces, usaría sus ropas como si de un día común se tratase.
      Se dirigió a la gran hoguera, que era el sitio destinado para las celebraciones o para los relatos. Estaba vacío. Aún no era el momento de que empezara a ser ocupado.
      — ¿Nerviosa? —Una voz masculina resonó desde su espalda, asustándola.
      La muchacha se dio la vuelta y echó a reír. Quien había pronunciado esas palabras no era más que el propio Kahiüra.
      —Un poco —respondió ella—. Después de tanto tiempo instruyéndome, por fin voy a poder ver con mis propios ojos todo lo que hasta ahora me han contado.
      El líder del pueblo se sentó sobre una de las enormes rocas que servían como asiento y que se repartían de forma circular sobre el emplazamiento.
      —Confieso que siempre me ha parecido extraño el hecho de que la gente sienta curiosidad por algo. Si me pides mi opinión, pienso que en la vida nos hemos de conformar con lo que se nos ha dado.
      Lyarabiel no supo qué decir. La mayoría de dardurianos apreciaba a los relatadores y sus historias, pero no dejaba de mostrarse algo reticente en cuanto a tolerar la curiosidad que a menudo, solía perturbar de forma leve a los más jóvenes.
      —Alguien tiene que velar por el poblado —dijo ella, procurando no ser una deslenguada.
      —Sabia respuesta. Te pareces mucho a tu padre.
      La chica se sonrojó. Que le comparasen con su progenitor era todo un orgullo para ella.
      —Gracias.
      —En fin Lyarabiel, como ya intuyo que sabrás, te daré mi aprobación y mis bendiciones para que puedas marcharte.
      —Te lo agradezco de veras —respondió ella, emocionada.
      —Hasta esta noche, pues —el líder del pueblo se puso en pie y se marchó en dirección al sendero del bosque de piedra, dejando a la muchacha en soledad, embargada por la alegría.

                                                            * * * *

      Al caer la noche, todos los habitantes de Dardurial se reunieron en torno a la gran hoguera. Todos permanecían sentados menos Nitsaat y Kahiüra, quienes estaban de espaldas al fuego que había sido encendido al inicio de la ceremonia. Frente a ellos se extendía un corto pasillo adornado con unas cuantas flores. Y al final de ese pasillo, Lyarabiel aguardaba la señal para caminar.
      Llevando ya como atuendo la túnica ceremonial, dio el primer paso al escuchar la voz de su padre, la cual le pedía que se acercase. Con caminar lento, recorrió la distancia que le separaba de él y se plantó justo delante, con las miradas de los habitantes puestas en ella.
      —Yo, Nitsaat de Arbavra, contador de historias, padre de Lyarabiel y descendiente de Teitbam, hago acto de presencia frente a todos vosotros para dar mi permiso y mis bendiciones a mi hija.
      —Que así sea —Respondieron los demás habitantes al unísono.
      —Yo, Lyarabiel de Arbavra, hija de Nisaat y nieta de Teitbam, os doy las gracias por vuestro permiso y vuestra bendición —dijo, mientras agachaba la cabeza.
      —La luz está en tu camino.
      La muchacha se apartó de su padre y se plantó frente a Kahiüra. Éste sonrió por un instante y luego hablo.
      —Yo, Kahiüra de Rashij, jefe de Dardurial, descendiente de Sretamna, hago acto de presencia frente a todos vosotros para dar mi permiso y mis bendiciones a Lyarabiel de Arbavra.
      —Qué así sea.
      —Yo, Lyarabiel de Arbavra, hija de Nisaat y nieta de Teitbam, os doy las gracias por vuestro permiso y vuestra bendición —volvió a repetir la muchacha.
      —La luz está en tu camino.
      —Desde ahora, sois una relatadora —dijo Kahiüra—. Enhorabuena.
      Ella no pudo contener las lágrimas. La felicidad le embargaba. Desde ese momento, ya podría ver el mundo.
      Esa noche dieron una gran fiesta para celebrarlo. Todos los aldeanos bebieron y comieron hasta reventar y cuando ya no pudieron más, se despidieron de la muchacha y se fueron, sabiendo que a la mañana siguiente ninguno de ellos, incluyendo a su padre, la verían allí.

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