martes, 18 de enero de 2011

A través de las llamas

Incluso durante el día, la oscuridad envolvía las Montañas Ardientes. La luz del sol apenas conseguía filtrarse entre las negras rocas, y una nube de ceniza cubría el cielo tan cerca de ellos que los ojos les lloraban constantemente.
Por las noches, Matrynn y Zybar buscaban aberturas en las rocas en las que poder refugiarse, pues aunque la luz de las piras había dejado de iluminar la cordillera, la columna de fuego había quedado grabada en sus retinas, y cada débil resplandor que surgía en su campo de visión era como un brutal recordatorio para ellos.
Apenas hacía más de unos días desde que los hombres de las llanuras comenzaron a trepar hacia las Rocas Nocturnas, con las manos envueltas en llamas.
— ¡Las catapultas! —Había gritado Matrynn hasta quedar afónico.
Pero sus gritos no sirvieron de nada. La siniestra horda estaba tan cerca que las catapultas apenas lograron otorgarles algo de tregua para prepararse.
— ¡Tenemos que subir con los demás! —Exclamó Zybar—. ¡Tenemos que subir a las puertas!
Al parecer, los demás guardianes habían llegado a la misma conclusión, pues todos ellos se precipitaban en dirección a las escaleras, con sus espadas ya desenfundadas. De inmediato, imitaron a sus compañeros y se encaminaron a toda velocidad hacia las puertas de la ciudad, donde el capitán de la guardia ya había reunido a todos los hombres. Al ver aquella raquítica formación de soldados, supo que no habría nada que hacer. Le bastó mirar a Zybar a la cara para saber que él pensaba lo mismo, pues su rostro se había ensombrecido notablemente.
—Como consigan cruzar las puertas, estamos perdidos —masculló, aunque procuró que no le oyeran los demás.
—La altura nos da ventaja —respondió Zybar—. Perderán al menos cuatro hombres por cada uno de nosotros.
Sin embargo, su voz no transmitía convicción alguna.
Combatieron con desesperación. El capitán de la guardia les colocó en formación frente a las altas puertas de acero de las Rocas Nocturnas, en un intento de taponar la entrada. De aquella forma, los hombres de las llanuras estaban obligados a atacarles de frente. Al principio, consiguieron resistir sus embates, e incluso llegaron a acabar con una avanzadilla, pero todo fue inútil. En cuanto su fuego comenzó a envolver a los primeros guardianes, el combate se convirtió en un caos.
Desmoralizados y aterrorizados por las llamas, varios soldados huyeron en desbandada. Aquella acción rompió las filas definitivamente, y permitió al grueso de hombres de las llanuras tomar el control de la entrada.
Durante unos instantes, Matrynn se preguntó si no debería huir el también. Después de todo, ¿Por qué estaba luchando? ¿Por un puesto de vigilancia al que se encontraría atado hasta la hora de su muerte?
“Estoy luchando por mi hogar”.
Aquel pensamiento le dio fuerzas, y, poseído por un valor que rozaba la temeridad, luchó por avanzar a cuchilladas entre filas de enemigos. Aun así, su avance no duró mucho. Había conseguido matar a varios atacantes cuando un puño cerrado y envuelto en llamas avanzó hacia su cara a toda velocidad. Sintió el abrasador calor a pocos centímetros de su cara, pero, por suerte, las llamas no le envolvieron. Antes de que el fuego le tocara, una mano tiró con fuerza de él hacia atrás, y pocos segundos después se encontró mirando desde el suelo a Zybar.
— ¿Es que estás loco? —Le preguntó mientras le ayudaba a incorporarse.
A su alrededor, todo estaba salpicado de sangre, y un penetrante y nauseabundo olor a carne quemada casi le hizo vomitar.
— ¿Cuántos… cuántos de los nuestros quedan? —Consiguió articular, a la vez que trataba de distinguir a través del humo lo que sucedía a su alrededor.
—La batalla está perdida —respondió su compañero—. Vámonos de aquí.
—Pero nuestras casas…
— ¡Que el fuego las reduzca a polvo, vámonos de aquí!
Finalmente, se dejó guiar por Zybar, y juntos abandonaron el campo de batalla.
Los demás soldados supervivientes también estaban optando por huir, pero todos lo hacían en direcciones distintas. Por su parte, los dos compañeros no sabían muy bien en qué dirección corrían, aunque a Matrynn en realidad no le importaba en absoluto. Lo único que quería era alejarse todo lo posible de aquel hedor.
Corrieron sin parar durante toda la noche, hasta que las llamas no fueron más que lejanos destellos en la roca, y se escondieron tras un enorme saliente.
— ¿Dónde estamos? —Preguntó Matrynn, entre jadeos, tras dejarse caer agotado.
—Hemos… corrido hacia el suroeste —respondió Zybar.
—En ese caso no tardaremos en llegar a la Tela de Araña.
—Genial, podremos llenar los odres y seguir —comentó, mientras le mostraba un pellejo vacío.
Junto a las Rocas Nocturnas, en una de las partes más altas de la cordillera, había un enorme manantial, del cual partían numerosos riachuelos que alimentaban a la montaña y a todos sus habitantes. Aquel entramado acuático era conocido como la Tela de Araña, pues todas sus ramificaciones estaban conectadas entre sí, como si bajo las piedras hubiese un enorme lago de agua dulce. El hecho de pensar en el agua corriendo por su garganta, y aliviando el calor de su rostro, fue como un bálsamo para Matrynn, que se durmió entre imágenes de corrientes cristalinas.
Tanto él como su compañero despertaron de golpe apenas un par de horas después, al oír fuertes golpes retumbar por toda la montaña.
— ¿Qué está pasando? —Preguntó Zybar, con la voz teñida de pánico.
—Están… están arrasando con todo.
Desde donde se encontraban, no podían ver lo que estaba pasando en sus hogares, pero la destrucción estaba tan presente como si estuviese ante sus narices.
“Unos hogares que hemos abandonado”, pensó. En aquel momento se sintió más cobarde de lo que jamás se había sentido. Sin embargo, la voz de su compañero le sacó de su abatimiento.
—Tenemos que seguir.
Tras asentir en silencio, Matrynn echó a andar tras él.
Después de una larga marcha, el estruendo devastador de las Rocas Nocturnas fue sustituido por el ruido del fluir del agua. Aquel sonido hizo patente la sequedad de su boca, y les espoleó en su dirección como si de un canto de sirena se tratase. Pronto, uno de los arroyos de la tupida Tela de Araña apareció ante sus ojos.
—Al fin —dejó escapar a media voz, mientras Zybar caía de rodillas frente al riachuelo.
No tardó en arrodillarse él también y quitarse los guantes, dispuesto a meter las manos en la corriente, aunque aquello supusiera helarse de frío. Sin embargo, un olor penetrante y dulzón le distrajo.
En lugar de sacar su odre y llenarlo, Zybar se precipitó hacia el agua, resuelto a beber directamente del arroyo, pero Matrynn le detuvo.
— ¿Qué pasa…? —Inquirió, aparentemente molesto.
Pero éste, en lugar de contestar, sumergió la punta de un dedo en el agua y, con pulso vacilante, la olió. El resultado de aquel examen, aunque era evidente, le hizo soltar una maldición.
— ¿Qué pasa? —Repitió su compañero.
—Huele a veneno —respondió Matrynn—. Han envenenado la Tela de Araña.
En el rostro de Zybar se dibujó una vez más una expresión de pánico.
Había ocasiones en las que, durante su turno de vigilancia, el viento arrastraba aquel olor desde los bosques de las llanuras. Era algo dulce y fuerte, no se parecía a nada que hubiese en las montañas, y provocaba un lento agarrotamiento que nada tenía que ver con el frío. Los habitantes de más edad de las Rocas Nocturnas lo llamaban “viento de primavera”, una sustancia que los hombres de las llanuras utilizaban para adormecer a sus presas y acabar con ellas. Dependiendo de la que hubiesen vertido en el agua, podía imposibilitarles para continuar con su huida, o incluso inducirles a un sueño del que nunca despertarían.
—Tenemos que seguir sin agua —sentenció.
A medida que el tiempo pasaba, la deshidratación iba haciendo mella en ellos. Por mucho que exprimieran sus odres, era imposible sacar ni una gota de agua, y, con el tiempo, tuvieron que optar por deshacerse de peso. Tiraron sus capas de piel de uro a una gruta, y a punto estuvieron de deshacerse de sus cotas de malla también, pero al final optaron por quedárselas. Si tenían que hacer frente a sus perseguidores durante algún momento de la huída, aguantarían todo lo posible.
Para Matrynn, la falta de agua suponía unos constantes mareos, que dificultaban cada pisada y le hacían avanzar de forma vacilante, pero Zybar era el más perjudicado. Cada traspiés le llevaba a una aparatosa caída de la que le costaba horrores levantarse, y los turnos de vigilancia se convirtieron en una tarea imposible de realizar para él, por lo que optaron por descansar lo menos posible.
Cuando amaneció el cuarto día, después de haber caminado toda la noche, el enjuto vigilante cayó al suelo, inerte.
— ¡Zybar! —Exclamó Matrynn, mientras se arrodillaba a su lado.
—No puedo más —respondió de forma lastimera a través de sus labios rajados.
—Tenemos que seguir, ¿O es que quieres arder como los otros?
Recordarle el fuego pareció insuflarle algo de ánimo. Trató de levantarse con tantas fuerzas como le quedaban, pero fue en vano. No tardó en desplomarse de nuevo.
—Vamos Zybar —trató de animarle, y, aunque sus fuerzas también flaqueaban, añadió—. Te ayudaré a seguir.
Tras pasarse su brazo por encima de los hombros, tiró hacia arriba y logró que su compañero se incorporase.
—Venga… no puede quedar mucho.
Pero no tardó en darse cuenta de que hubiera sido mucho más fácil cargar con él que ayudarle a seguir. Zybar era completamente incapaz de poner un pie delante del otro más de dos veces seguidas sin tropezar, y pronto el peso de su cuerpo comenzó a tirar de Matrynn hacia abajo.
—Haz… un… esfuerzo… —jadeó, tras detenerse para respirar.
—No puedo —musitó Zybar.
Avanzaron así durante un largo trecho, en el que tropezaron en innumerables ocasiones. “Es imposible” se dijo a sí mismo, “si seguimos así, antes de que llegue la noche nuestras fuerzas nos habrán abandonado por completo”.
Sin embargo, al fin, tuvieron un golpe de suerte.
— ¡Mira, Zybar! —Exclamó, mientras agitaba el brazo de su compañero—. ¡Allí hay un pueblo!
A apenas unos metros de distancia, había un grupo de casas hechas con la misma piedra negra que formaba aquellas montañas.
Los últimos metros fueron los más largos del viaje, pero, por fortuna, los pies de su compañero comenzaron a responder, y pronto estuvieron rodeados de casas.
— ¿Qué pueblo es este? —Preguntó Zybar, con debilidad.
—Yo diría que se trata de la Forja… aquí hicieron nuestras armas.
“Para lo que nos han servido” pensó con rencor.
De una forma bastante precaria, Zybar se apartó de él y echó a andar trabajosamente, mientras paseaba la mirada por todo el pueblo. Animado por la idea de su compañero, Matrynn hizo lo mismo, pero no tardó en comprender el grave problema al que se enfrentaban.
—Este pueblo está vacío —señaló su amigo, con todo el peso de su cuerpo apoyado en una de las casas.
—Deben haberse ido al apagarse las antorchas… pero...
Echó a correr en dirección a una puerta y se dejó caer sobre ella. Cedió como si no estuviese sujeta a la pared.
Tras reincorporarse, echó un vistazo a la casa. Constaba de una sola estancia, con una mesa, unas cuantas sillas y una despensa. Al ver este último mueble, dio dos largas zancadas para situarse frente a ella y la abrió. Cuando vio su interior, un suspiro de alivio escapó de sus labios.
— ¡Zybar! ¡He encontrado agua! —Gritó, mientras sacaba el cubo de la despensa y lo colocaba sobre la mesa.
Tras saborearla, descubrió que estaba caliente y algo estancada, pero aún podía beberse.
Mientras Zybar acudía junto a él, decidió que, al menos aquella noche, podrían descansar.

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