martes, 1 de febrero de 2011

El aire que mece las hojas muertas

Llegó un momento en el que no pudieron beber más agua.
Tras pasar la noche en aquella casa y reponer fuerzas, el brillo que desprendía el horizonte tras ellos les alertó de que debían continuar. Antes de salir, no obstante, Matrynn se aseguró de que no quedaba agua en todo el pueblo.
Encontraron cuatro enormes odres en una de las casas, mucho más grandes que los que llevaban colgando del cinto, y, tras deshacerse de éstos, llenaron los que acababan de encontrar con tanta agua como cupo en su interior. Toda la que no pudieron portar o beber, la tiraron en plena calle.
—Es un desperdicio —murmuró Zybar de forma lastimera, mientras volcaba un cubo a la puerta de una casa.
—No podemos hacer otra cosa —explicó Matrynn—. Si nos persiguen, cuanto más difícil se lo pongamos, más posibilidades tenemos de escapar.
Sin embargo, mientras veía cómo el agua empapaba las rocas, casi podía sentir cómo su ánimo se filtraba por el suelo junto al contenido de los cubos.
Salieron antes de que amaneciera, portando dos odres respectivamente. Los llevaban colgados a la espalda, pero, aparte de sus armas, no cargaban con ningún otro peso más. Hicieron lo que se habían resistido hacer antes de llegar al pueblo: dejar atrás sus cotas de malla. Ni siquiera llevaban demasiadas provisiones. El único alimento que habían encontrado eran unos botes repletos de tiras de cecina, probablemente de caballo.
—Seguramente estuviesen a punto de recibir provisiones —razonó Matrynn, cuando vio los botes.
—No creo —respondió Zybar, que, junto con las fuerzas, estaba recuperando su astucia—. No hay rastro alguno de lucha. Lo más probable es que hayan huido y se hayan llevado consigo tantas provisiones como fueron capaces de acarrear.
Tanto se convencieron de aquella hipótesis que durante los siguientes días de marcha ambos escudriñaban el horizonte constantemente, en busca de siluetas en movimiento. Aun así, lo único que alcanzaron a ver fueron rocas. Rocas secas, cubiertas de musgo, con raíces muertas, rocas resquebrajadas en las que se había instalado alguna alimaña...
Ya no estaban deshidratados, y las tiras de carne conseguían mitigar el hambre, pero el viaje estaba resultando infernal. Durante el día, los odres se convertían en un lastre más pesado de lo que Matrynn había imaginado, y a cada paso que daba parecían cada vez más cargados de piedras que de agua. Durante la noche, seguían asediándole las pesadillas sobre el ataque. Filas y filas de hombres y mujeres envueltos en llamas que hacían estallar todo a su paso avanzaban hacia él, y los mandobles y estocadas que daba para defenderse de ellos se volvían vacuos frente a la inmensidad de su poder. Cuando le acorralaban por completo, uno de ellos extendía la mano hacia su cara, mientras Matrynn trataba en vano de cortarle la mano con su espada, pero al final la mano le alcanzaba, y todo se volvía rojo de forma súbita. Aquel sueño se había convertido en una pesadilla recurrente, y todas las noches acababa despertándose de golpe, sudando y luchando por respirar, como si hubiera estado corriendo por toda la cordillera.
Por su parte, el aspecto de Zybar le daba a entender que él también era presa de sueños similares.
Al cabo de tres días, la monotonía de las rocas comenzó a romperse, y empezaron a aparecer indicios de un terreno más boscoso, señal de su descenso. Sin embargo, aquella evidencia de su avance tenía un sabor amargo, pues, al echar un trago de agua, Matrynn captó un extraño olor proveniente del odre.
—Zybar —llamó con la voz ligeramente temblorosa—. Déjame uno de tus odres.
En silencio, su compañero le tendió uno de los pellejos, y Matrynn se apresuró a abrirlo. Nada más acercárselo a la nariz, sus dudas se despejaron.
—El agua se está pudriendo, no creo que podamos seguir bebiendo durante mucho más tiempo.
Zybar, que se había esforzado por olvidar la debilidad que le había provocado estar al borde de la muerte por deshidratación y agotamiento, lanzaba rápidas miradas del odre a la cara de Matrynn, mientras sus labios temblaban, en un intento por decir algo, pero las palabras no llegaron a salir de su boca.
Durante su larga incursión en el bosque que nacía a su alrededor, trataron de aguantar todo lo posible con los odres a su espalda, pero las proféticas palabras de Matrynn acabaron por cumplirse, y el olor y el sabor a podrido del agua se hicieron tan evidentes que no tuvieron más remedio que tirar los odres a una grieta entre dos rocas.
— ¿No deberíamos quedarnos al menos con uno? —Preguntó Zybar antes de tirar los suyos—. Ya sabes… por si encontramos más agua.
—Hasta estando vacío, solamente nos retrasaría —respondió, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad—. Si encontramos agua, la beberemos allí mismo.
Pero, por más que avanzaban, el agua no aparecía. Mientras los árboles mostraban cada vez mayor tamaño a su alrededor, la debilidad de los días pasados se volvió a instalar como compañera de viaje. Pronto, las sombras de los árboles empezaron a tomar formas desconcertantes mientras les envolvían. Aún no habían descendido lo suficiente como para que la temperatura fuese calurosa, pero a pesar de ello sudaban tanto que las almillas grises de la guardia de las Rocas Nocturnas que aún llevaban puestas se pegaban a su piel. Colgada de su cinto, la espada de Matrynn se había vuelto tan pesada como una viga. Era el único peso que llevaba aparte de sus vestiduras, pero su carga comenzaba a volverse insoportable. Por si fuera poco, los constantes ruidos de insectos y alimañas les acompañaban durante día y noche, acentuando la debilidad mental y física provocada por la deshidratación.
Sin embargo, algo era distinto en aquella ocasión. Aquella vez estaban rodeados de vida. Aunque el esfuerzo supuso un mayor desgaste, durante un par de noches tras su entrada en el bosque pudieron apresar a varios roedores, despellejarlos con sus armas y comérselos. Habían administrado la cecina de forma que aún conservaban varias tiras, pero no habían tenido una comida de verdad desde la noche de la batalla, y aquellos roedores asados en una hoguera fueron lo más parecido que pudieron conseguir. Todo el camino había sido una sucesión de días al borde del abismo. En cambio, en aquel bosque, la vitalidad que impregnaba cada brizna de hierba y cada animal con el que se cruzaban solo podía significar una cosa: había agua cerca, agua libre de veneno.
—Matrynn —le llamó una noche Zybar, a su lado—. ¿Habrá más supervivientes?
La respuesta a aquella pregunta parecía mucho más evidente de lo que ninguno de los dos estaba dispuesto a reconocer. ¿No habrían encontrado a alguien durante sus jornadas de viaje si hubiese algún superviviente? Por otro lado, la Cordillera Ardiente era muy extensa, y, de haber supervivientes, podrían haber seguido cualquier otro camino. Pero de inmediato cayó en la cuenta de que tampoco habían encontrado ningún cadáver. No había una sola señal de si había alguien más o no.
Tras una larga pausa, no tuvo más remedio que responder.
—No lo sé, Zybar… no tengo ni idea.
Al llegar la mañana siguiente, apenas podía mantener los ojos abiertos. Cuando lo conseguía, las sombras de los árboles parecían burlarse de él, pero cuando avanzaba a ciegas, los sonidos de los insectos se tornaban carcajadas. No obstante, sus esperanzas empezaron a verse colmadas. El primer indicio de esto llegó directamente a sus oídos: una corriente de agua que salpicaba las rocas.
— ¿Oyes eso, Zybar? —Preguntó, despejándose por completo.
Zybar no contestó, pero, por su mirada, era evidente que también lo había oído.
Siguieron avanzando a mayor velocidad, ignorando las quejas de sus músculos adoloridos, hasta que el fluir del arroyo se escuchó con mayor fuerza. Entonces llegó el olor a hierba mojada. Jamás habían visto más vegetación que la que se extendía ante sus ojos durante los turnos de vigilancia en los balcones de las Rocas Nocturnas, pero Matrynn era plenamente consciente de que la que tenía ante sí en aquel momento contenía una frescura reverberante.
Y, al fin, la culminación de sus esperanzas se manifestó ante sus ojos cuando, al pasar unos arbustos, se encontraron con un amplio arroyo a tan solo un palmo de distancia.
—No me lo creo —murmuró anonadado Zybar.
Pero, a pesar de su emoción, ninguno de los dos se atrevía a acercarse más al agua. Aún estaba fresco en su memoria el recuerdo de la Tela de Araña. Ya habían pasado casi dos semanas desde entonces, pero, después de haber visto algo semejante, no había precauciones innecesarias.
Con el agua corriendo ante su mirada, Matrynn se sentía como un niño hambriento que contemplaba el plato más suculento que había visto en su vida, pero era incapaz de alcanzarlo. Sus vidriosos ojos se posaron en varias hojas muertas a sus pies, recuerdo del otoño que comenzaban a dejar atrás, y contempló cómo el aire de la montaña las levantaba y las mecía con suavidad. Si el agua resultaba estar envenenada, cualquier esperanza de sobrevivir a aquel viaje sería arrastrada por el viento con la misma facilidad. Aún indeciso, observó la trayectoria de las hojas, que iban a posarse sobre la superficie del riachuelo, para acabar arrastradas por la corriente con la misma rapidez con la que habían sido levantadas por el aire. Sin embargo, vio algo más. A tan solo unos centímetros de la superficie, un banco de diminutos peces surcaba el río corriente abajo. Al encontrarse con ellos, no pudo evitar que una risa escapara de su boca.
A su lado Zybar le miró como si hubiese perdido el juicio definitivamente, pero, al ver la trayectoria de su mirada y encontrarse con los peces, su risa no tardó en acompañar a la de Matrynn. Apenas unos segundos después, ambos reían a carcajadas, mientras se zambullían en el arroyo como si hubiesen encontrado el tesoro más valioso de todo Marlandir.
—Por fin… —musitó Zybar, antes de formar un cuenco con sus manos y llevarse tanta agua como pudo a la boca.
Durante unos segundos, ambos se miraron, empapados y sonrientes, y Matrynn recordó que solamente habían encontrado agua, y eso no significaba ni por asomo que ya estuviesen a salvo.
—Seguiremos río abajo —sentenció—. Tarde o temprano, el agua nos llevará hasta alguien.
No hubo respuesta por parte de su compañero de viaje, pero él tampoco la esperaba, pues, nada más pronunciar aquellas palabras, sumergió la cabeza una vez más en el riachuelo y tragó tanta agua como pudo. Al fin y al cabo, por el momento, y mientras siguieran con vida, sí que había supervivientes.

2 comentarios:

  1. Hola, está muy bonito el blog y la historia engancha.

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  2. Gracias por tu comentario. Nos alegramos de que te guste la historia, y precisamente hoy tenemos nuevo capítulo, así que esperamos que te guste.

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